La Serie Nacional en tres anécdotas

Tres grandes del béisbol cubano: Luis Giraldo Casanova, Rolando Arrojo y Alfonso Urquiola, son sus protagonistas
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LA HABANA, Cuba.- La biografía de las Series Nacionales de Béisbol está plagada de sucesos de todo tipo: gloriosos, excepcionales, emotivos, lamentables, ridículos, arbitrarios y también, por supuesto, simpáticos. A esta última línea pertenecen las siguientes historias.

El muerto vivo

La primera anécdota involucra a dos de los más grandes entre los más grandes que han pasado por los clásicos domésticos: Luis Giraldo Casanova y Braudilio Vinent.

Corren los años ochenta y Pinar está de visita en Santiago. La subserie es decisiva y Vinent, quien a esas alturas funge como entrenador de las Avispas, recibe la encomienda de inutilizar tragos mediante al Señor Pelotero.

Casanova, se sabe, tiene dos grandes pasiones: empinar el codo y dar batazos. De manera que el propósito de llevarlo a la fábrica de cervezas encierra una lógica aplastante: esta es, valerse de una afición para anular la otra.

Así, ‘Bayiyo’ carga con el ‘Capirro’ al mediodía y ambos se enzarzan en un prolongado sparring etílico que posteriormente se traslada a la casa del Meteoro de La Maya. No puede haber fallo en la misión.

Al filo de las siete de la noche, los estelares regresan al ‘Guillermón Moncada’. Vinent se va a la cama, destruido, y Casanova corre a darse un baño. Casi contra su voluntad, el mentor Jorge Fuentes accede a incluirlo en el line up.

Santiago encarama en el box a su as José Luis Alemán, el partido comienza a la hora señalada y Vinent no se incorpora hasta el quinto episodio. Cuando entra al dugout y mira a la pizarra ve que los pinareños ganan dos por cero.

“¿Cómo hicieron las carreras?”, inquiere ‘Bayiyo’. “Casanova la metió al parqueo con Linares en primera”, le contestan. 

Estupefacto, Vinent solo atina a jurarse que nunca más le va a pagar un trago a Casanova. Si total…

San Juan era una fiesta

Todavía viven su apogeo las Series Selectivas cuando el gran Rolando Arrojo hace una apertura dominical en el ‘Sandino’ de Santa Clara. Hay sol bueno, tribunas alebrestadas y detrás de home plate está César Valdés. Hasta ahí, todo normal. Lo que ocurre es que Arrojo y Valdés son nacidos en San Juan de los Yeras, y en San Juan de los Yeras ahora mismo hay carnavales.  

La situación es esta: Arrojo quiere ‘guarachar’ con la gente de su pueblo, así que trata de autoexpulsarse del montículo para salir del juego prematuramente. Conocedor de las malas pulgas de su coterráneo umpire, el derecho da dos patadas en el box tras un conteo, y al poco rato vuelve a mostrar su desaprobación con el trabajo de Valdés.

“Seguro está al botarme”, piensa. “Y cuando lo haga me voy para San Juan”. Sin embargo, lo que ocurre no ha pasado por sus cálculos: Valdés se quita la careta, sale rumbo al montículo y, tirando de sabiduría mundana, se limita a decirle: “Da todas las patadas que tú quieras que no voy a botarte. Cuando se acabe el juego nos vamos juntos para los carnavales”.

Al final, Arrojo tuvo que tirar los nueve innings.

La fumigación de la victoria

En 2014, Alfonso Urquiola y Víctor Mesa discuten la final de campeonato más folclórica de la pelota nacional. Cada mañana en el dugout de los equipos aparecen huellas de rituales donde lo mismo encuentras un colmillo de cocodrilo machacado que un uniforme verde hecho jirones. La cascarilla tiene el mando, el aire es una mezcla de humo y aguardiente, y el retumbar de los batá se ha convertido en sonido cotidiano.

Yo estoy allí, en plan de reportero. Urquiola me asegura que aquello es un elemento más del espectáculo, y Víctor, que la espiritualidad juega un importante papel sicológico en los jugadores. Lo cierto es que, a cada acción de uno, el otro le responde con una nueva invocación a los orishas.

El punto culminante del intercambio de golpes religiosos llega en la previa a un entrenamiento matutino. Yo espero a la tropa pinareña en las gradas vacías del ‘Victoria de Girón’ y advierto que a la cueva del equipo no entran los atletas, sino dos individuos con sendos pomos plásticos. Es fácil constatar que no tienen estampa de peloteros, e igual salta a la vista que en un santiamén empapan el dugout con el líquido que contienen los ‘pepinos’.

Al poco rato empiezan a entrar los jugadores, ninguno de los cuales se sienta en el banco ni acomoda sus cosas dentro del lugar. Yo, que a esas alturas ya me huelo (literalmente, ME HUELO) lo que está pasando, me dirijo hacia Urquiola.

“¿Cómo es la cosa, Alfonso?”, le pregunto con indisimulada picardía. “Ná, que había que fumigar”. “Pero yo no veo mosquitos…” “Deja de hacerte el bobo, terrorista. Tú sabes bien por qué echamos los pomos de meao. A nosotros nos están tirando con todo y teníamos que pasar el antivirus”.

Horas después, el ‘8’ y sus muchachos celebran la conquista del trofeo.

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