El trabajo infantil en Cuba


LA HABANA, Cuba -Al lado de sus padres, unas veces trabajando y, otras, haciendo largas colas en los mercados para obtener el alimento, aprendiendo lo dura que es la vida en Cuba, o simplemente solos, luchando bajo el sol, ya con la lección asimilada de que no hay muchos caminos para elegir buscando escapar de la miseria. Unos, con apenas diez años de edad, aprendiendo de los padres el oficio humilde que les gana el pan de la jornada; otros, siendo el verdadero soporte económico de la familia.
Algunos son obligados por sus padres a mendigar en las calles, detrás de los turistas; otros son arrastrados a lo mismo pero por la pobreza que los agobia y que los hace madurar antes de tiempo, asumen las riendas del hogar y batallan contra esas realidades que pueden condenarlos al mismo destino de tantas generaciones que van dejando atrás y que verán morir en el silencio, en la inmovilidad, en la desesperanza.
No son tiempos de jugar a la pelota
A lo largo del Malecón habanero, algunos se ganan la vida con aquello que el azar deja en sus anzuelos. Como Rubén, Yan Carlos y Arián, hay decenas de niños que todos los días apuestan por un oficio en la frontera del juego y la necesidad. Viven de lo que puedan hacer y de la generosidad de los turistas.
Los padres de Rubén, como la mayoría de los trabajadores cubanos, ganan muy poco y si el niño desea un par de zapatos para poder entrar a la escuela, deberá reunir el dinero a como pueda hacerlo en una ciudad en donde todos compiten por lo poco que hay.
“Vengo casi todos los días. A veces cojo dos o tres ‘pescaos’ buenos y los vendo o si no se los llevo a mi abuela para que los cocine. Cuando cojo pulpos se los llevo a una paladar donde me los compran a un fula (un dólar) cada uno y, cuando son grandes, a dos”, dice Rubén.
Yan Carlos y Arián viven a veces de ese tipo de pesca. También ganan algo extra pidiéndoles dinero a los turistas, sirviéndoles de guías o brindándole un espectáculo de sus destrezas al nadar, compitiendo entre ellos mismos a ver quién alcanza determinada distancia o cualquier objeto que les arrojen al agua.
Pensando que soy un turista, se ofrecen a llevarme a una paladar donde el dueño les paga un dólar por cada cliente que llevan a comer. Cuando les revelo que soy cubano, entonces me hablan de los detalles de su trabajo, de cómo sobornan a los policías cuando los atrapan con extranjeros o pescando en zonas donde no está permitido, como en las aguas infectas de los muelles donde pesca Rubén.

“Ahora la policía no se mete tanto con nosotros porque es verano y no hay tantos turistas, pero hay días en que se ponen pesados, entonces les doy algo y me dejan tranquilo o me mando a correr (se ríe). Algunos ya me conocen y me dejan porque todos estamos en lo mismo”, dice Arián.
“Los niños son la esperanza del mundo”
En el extremo oriental de Cuba, en la carretera que conduce de la ciudad de Guantánamo a Baracoa vive José Raúl, un niño de 11 años cuyo único pasatiempo consiste en acarrear leña y agua para que su madre pueda cocinar o en ayudar a su padre con los animales que crían para comer. Le pregunto por lo que ha hecho en los días de vacaciones escolares y su única respuesta es hablar, de modo entrecortado, de su rutina diaria.
Mientras conversamos, no deja de apilar troncos en un rústico remolque hecho por él mismo a imitación del de su padre. Ese es el único medio de transporte en aquel lugar montañoso y casi inaccesible.
Me cuenta que en su casa no hay electricidad y que pocas veces ha visto la televisión. Se levanta a las seis de la mañana y, a esa hora, él mismo ordeña las chivas y después carga un par de latas de agua para que su madre tenga para la cocina. Después se va con el padre a buscar madera para los corrales o para la casa, construida con tablones toscos y pencas de palma.
Le pregunto qué piensa hacer cuando crezca o cuando termine la escuela y se queda en silencio, como si no encontrara qué responder, como si jamás hubiera pensado en eso, como si la respuesta fuera tan evidente que no hiciera falta responderla.
En la misma carretera uno puede ver a otros niños al lado de sus padres, ya con las pieles curtidas por el sol intenso, aprendiendo los oficios que les dan y darán de comer en un círculo que se repite hasta el infinito y de donde es imposible salirse en un país donde el futuro es muy incierto.
De un extremo al otro de la isla, se multiplican las historias de niños que deben sacrificar sus juegos infantiles y sus fantasías ante la cruda realidad que los acosa. No son tiempos de retozar con la pelota ni de abrazar a las muñecas sino de sobrevivir en una sociedad construida sobre cientos de promesas sin cumplir, sobre discursos vacíos que dibujaron un futuro victorioso que ahora solo sabe golpearles la cabeza hasta provocar la furia o el atolondramiento.