
GUANTÁNAMO, Cuba. – Acabo de leer el artículo “La Iglesia Católica cierra la puerta a su pueblo”, del brillante y admirado escritor Ángel Santiesteban Prats, acerca del lamentable suceso sufrido por la familia holguinera Miranda Leyva.
Salvo en algunos detalles, coincido plenamente con él, por eso suscribo también como mías estas palabras suyas: “Los cubanos necesitamos una Iglesia justa, comprometida con Cuba y su libertad, que no es nada especial, es algo natural que se nos ha arrancado por 61 años. La Iglesia Católica tiene que crecerse, y valga este pedido para hacerlo extensivo a las otras congregaciones religiosas y fraternales. La Iglesia tiene que avanzar hacia el decoro, salir de la oscuridad donde se ha mantenido en las últimas décadas. El silencio es cómplice de la maldad”.
Recuerdo que la Iglesia Católica es santa no porque sus miembros sean santos, pues todos somos pecadores, sino porque fue fundada por Jesucristo. Cada vez que un cardenal, un obispo, un sacerdote o un laico comprometido de nuestra Iglesia trasciende a la publicidad por un hecho como este, la institución va directamente a la picota. Muy pocas veces los periodistas independientes cubanos, ni los cientos de miles de activistas que actúan en las redes, informan sobre la labor silenciosa de la Iglesia en el acompañamiento al pueblo cubano en su sufrimiento, con acciones muy puntuales. La Iglesia no actúa como la dictadura, que dice que ofrece solidaridad médica a numerosos países, la cobra y explota laboralmente a quienes la ofrecen. Luego pregona el hecho a bombo y platillo. Por eso me alegra que Santiesteban haya citado ejemplos de nítida ejemplaridad cristiana frente a un suceso que se ha propagado mucho en las redes.
De esa forma callada, la Iglesia Católica cubana, acosada, amenazada, pobre y no rica como afirman algunos, ha estado presente en el acompañamiento a los cubanos que sufren, que son millones. Miles de ellos han sido sacados de las cárceles, salido del país y obtenido protección suya en estas seis décadas de dictadura. Otros hemos sentido en la cárcel, de forma muy concreta, ese apoyo.
Recordemos que Jesucristo nos dijo que debíamos amar hasta a nuestros enemigos, una frase que personalmente me estremece y confronta con mi pequeñez. La Iglesia tiene la obligación moral de colocarse del lado del pobre, de los perseguidos, los desvalidos, o para decirlo con palabras del Papa Francisco, tiene el deber de colocarse del lado de quienes sufren la filosofía del descarte.
Muy duro fue lo que sufrió esta familia holguinera. Un cristiano no puede hacer menos que clamar a Dios por ella y por todos los cubanos que continúan sufriendo el despotismo de la dictadura. Nos hemos enterado de lo ocurrido por lo publicado en las redes, pero no es lo mismo leerlo que vivirlo. No es lo mismo imaginar cómo fueron las burlas, las amenazas, los golpes, los salivazos en el rostro —de los que ni siquiera se salvaron los niños—, que sufrirlo. Mucho pavor e impotencia ante tanto abuso y crueldad tuvo que sentir esa familia para dirigirse al Obispado de Holguín en busca de protección.
Aquí me detengo en este aspecto del suceso: ¿Acaso esa familia no sobredimensionó el papel del Obispo y de la Iglesia? Si fue buscando apoyo en el Obispo que dos años antes los ayudó en una situación similar, ¿por qué lo calificaron como un genocida? Al respecto el Obispo declaró lo siguiente: “Hace algunos años los tres hermanos hicieron huelga de hambre y fueron hospitalizados por separado y los visité en los dos hospitales provinciales. La abuela ha venido con los niños, al menos en dos ocasiones al Obispado. Yo he estado en su casa, al igual que el cura párroco de la comunidad”.
Lamentablemente no cuento con información acerca de si el Obispo dijo algo sobre la ayuda concreta que debió brindarle a esa familia en esta ocasión, algo que ha sido la leña propicia para el fuego de este debate. Lo que sí rechazo es calificar de genocida a un hombre como Monseñor Emilio Aranguren. Si algo debemos aprender los cubanos en cuanto al uso de las redes —y me incluyo como primero en la lista— es a moderar nuestro lenguaje. No en vano Jesús declaró que lo que daña no es lo que entra en el hombre sino lo que sale de él.
En una dictadura como la cubana no puede esperarse mucho de nuestra Iglesia hasta que todos los sacerdotes y obispos interioricen que son líderes de una porción del pueblo llamada a convertirse en un agente de cambio social y político, sin olvidar que el principal punto de giro está ubicado en nosotros mismos. Una fuerza que necesita de su valentía y ejemplo.
Pero en Cuba quien escoja el sendero de la lucha pacífica en defensa de los derechos humanos, la democracia y la libertad, también debe estar preparado para situaciones como la sufrida por la familia Miranda Leyva. Si no lo está que ni se inicie en ella. Y si lo hace debe tener en cuenta las palabras que dirigió José Martí a Máximo Gómez cuando lo invitó a que participara en la Guerra Necesaria.
Cuba es hoy un hervidero de pasiones y las redes uno de sus reflejos. No permitamos que los improperios ni el odio que se propagan en ellas dañen el amor que debe existir entre nosotros. Esa es la cizaña que siembra cotidianamente la dictadura.
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