Foto-galería de Ernesto Pérez Chang: Timbiriches en La Habana
LA HABANA, Cuba -Abrir una cafetería en Cuba parece muy simple. Al parecer, solo debes asomarte a la ventana de tu casa, colgar una tablilla con un par de ofertas y exhibir un cartel escrito a mano donde indiques que eso, aunque no lo parezca, es un lugar para alimentarse.
En algunos casos, cuando los dueños disponen de un garaje abandonado o un portal, el negocio pudiera aparentar ser más próspero que aquellos donde los comerciantes solo cuentan con una puerta a la calle.
Hay algunos, incluso, instalados al interior de las miles de cuarterías o “solares” que abundan en los municipios más poblados de La Habana, cuchitriles oscuros, sucios, donde el cliente debe acudir sigiloso como si aliviar el hambre se tratara de un acto de contrabando, porque no todos los que se aventuran en ese nuevo tipo de comercio lo hacen de manera legal. (Según noticias recientes, el gobierno entregará a empresarios privados todos los servicios gastronómicos, personales y técnicos que hasta ahora han estado en manos del Estado, un acuerdo del Consejo de Ministros del pasado sábado).
Las peripecias que debe realizar y los obstáculos que ha de vencer quien desee montar un establecimiento de comestibles (o de otro tipo) en Cuba, no permiten que los negocios prosperen ni que la competencia con las empresas del Estado —sobre todo aquellas que venden en divisas— se realice en igualdad de condiciones, porque todo el aparato legal pareciera estar diseñado para resguardar de modo artificial el concepto de superioridad de la empresa socialista y enturbiar, y hasta sofocar, la fe en la iniciativa privada.
Entre los problemas que impiden el florecimiento de verdaderos comercios, con servicios de calidad normales, están el papeleo absurdo, las leyes tributarias basadas en realidades ajenas que no toman en cuenta las condiciones precarias de la vida en Cuba, la ausencia de un mercado mayorista para los llamados “trabajadores por cuenta propia”, las dificultades para promocionar adecuadamente las empresas nacientes o ya establecidas pero, sobre todo, el desabastecimiento endémico.
También la corrupción generalizada, las normas sanitarias y comerciales que, a modo de chantaje, se aplican solo cuando conviene sacar a alguno de la competencia o cuando cierto negocio estatal se afecta por la proximidad y el éxito de otro “privado”, de modo que se va imponiendo una especie de modelo mafioso que no tardará en propiciar el nacimiento de fenómenos más alarmantes.
Mientras tanto, la ciudad se colma de timbiriches y de instalaciones improvisadas donde cada cual prueba suerte hasta ver qué sucede o hasta dónde les permiten existir.
Tengamos presente que muchos de estos negocios son la solución transitoria mientras se aguarda por un milagro económico que el discurso oficial usa como canción de cuna y que a algunos les gusta escuchar, a pesar de las jornadas de insomnio que suele provocar tanta voz desafinada.
Si bien es cierto que, amparados por las remesas de familiares o amigos en el exterior —que algunos usan como capital de inversión—, hay quienes logran sortear los obstáculos y levantar y hasta sostener comercios de loable calidad, también resulta que ni es la norma general para las iniciativas individuales ni, de acuerdo con la experiencia de tantos años, nadie con algo de razón se puede arriesgar en una apuesta por un destino de prosperidad en un país tan voluble.
Muchos sabemos que el factor indispensable para mantener un negocio privado aquí es reconocer que solo se mantiene a flote quien sabe cómo caminar sobre las aguas. El resto de los dueños de pequeños negocios estará condenado a mantenerse en ese nivel de precariedad o de sobrevivencia que les da para comer y, de paso, mantenerse con vida. Una suerte nada despreciable si la comparamos con la de un simple asalariado estatal que todos los meses debe hacerse la misma pregunta que la cucaracha Martina cuando se encontró el centavo mientras barría la casa.
En consecuencia, y a pesar de los pesares, todos los días hay quienes deciden abrir la ventana, colgar una tablilla de ofertas y probar suerte con los timbiriches. No es mucho lo que prometen las circunstancias pero, sin dudas, es más que trabajar durante un cuarto de siglo para solo conseguir, una vez al mes, lo que cuesta una ración de mariscos y arroz en cualquiera de esos restaurantes, estatales o privados, donde le está prohibido entrar al hombre nuevo.