Tener ganas de comer jamón es también una razón para largarse al norte, sobre todo si se hace el viaje desde un país donde comer es una odisea
Dime quién eres y te diré qué comes (foto archivo)
LA HABANA, Cuba. – Me gusta comer bien y estoy seguro de que lo conseguí en mi primera infancia, en ese tiempo en el que estuve al cuidado de mis padres y muy cerca de mis abuelos paternos. Me gusta comer bien, y por eso lo advierto con frecuencia, y hasta puedo recordar, en todos sus detalles, el instante en el que todo cambió, ese en el que me prepararon la maleta para ir a la beca siendo todavía un niño.
Bien que recuerdo esos días de bandejas metálicas y mucho apuro, porque otros esperaban en la cola para sentarse a la mesa y tragar también con premura, mejor sería decir con apuro, porque los profesores advertían que no estábamos en un restaurant, que no estábamos en nuestras casas, que faltaban muchos por entrar a comer. En esos días todo se hacía muy rápido, tanto que no eran pocos los que olvidaban cepillarse los dientes antes de vestirnos con aquellas telas rudas de la ropa de trabajo.
Nunca una siesta antes de calzar las botas y ponerse el sombrero, nunca un descansito antes de cargar la guataca, jamás un “respiro” antes de hacer el camino largo, y bajo el sol, que nos llevaba al surco, al trabajo rudo que debía hacernos mejores aunque sucediera lo contrario. Nunca un descanso para que, aquellos muchachitos que fuimos, pudieran hacer la digestión antes de sentarse frente al pupitre, antes de hacer el camino hacia el campo de boniatos.
Halar bejucos para sacar el boniato a las dos de la tarde, y bajo el sol, era espantoso y hacía crecer el hambre, tanto que algunos asaban boniatos sobre ramas encendidas para comerlos durante el receso breve. El boniato y el agua inflaban el estómago y hasta se creía, al menos por un rato, que el hambre desaparecía, pero no era cierto. Esa idea de que el boniato y el agua llenaban el estómago era tan equivocada como suponer que las escuelas en el campo formaban hombres mejores, y sobre todo, más revolucionarios.
Las escuelas al campo terminaron por deformarnos, incluso los sabores; nos convertimos en un ejército de paladares atrofiados. Luego vendría el preuniversitario y más tarde la universidad, donde esos paladares ya no eran atrofiados; para entonces eran “eternamente irrecuperables”, lesionados para siempre; tan lastimados que en lo adelante no fuimos capaces de distinguir los sabores que privilegiaron nuestros padres. Y nada mejoró, todo fue peor.
Ahora, en medio del encierro, y con el temor a que nos contagie el bicho chino, nos obsesiona esa posibilidad, tan latente, de que nos mate el hambre antes de que la COVID-19 nos invada el cuerpo. Y la posibilidad es más que cierta, es una verdad muy verdadera. Ya conocemos del enorme desabastecimiento en las tiendas, ya sabemos de las colas, ya sabemos mucho y por eso tememos tanto, sobre todo al hambre, porque el discurso oficial nos muestra un país con “certeras” estrategias para vencer al bicho, pero no al hambre.
Yo no he conseguido salvarme de esa obsesión con la comida, y paso horas pensando en ella, tratando de conseguirla, y como no la consigo vuelvo sobre algunos libros que ya leí antes y que hablan de cocina, y advierto esas lecturas en un post, y luego comento en otro. He vuelto a poner los ojos en ese libro extraordinario, “Sírvase de inmediato” que escribiera MFK Fisher, de quien Auden dijo que era “la mejor prosista de América”, y también he vuelto sobre la “Fisiología del gusto” de Brilliat Savarin o en “Recuerdos Gastronómicos” de Kurnonsky, un francés al que llamaron “El príncipe de los gastrónomos”.
Leo y leo para que pasen los días y el encierro, para espantar el hambre, para que me venza el sueño, pero entro en las redes y miro a algunos cubanos, muchos de ellos periodistas oficiales, gente pública, que escriben posts para divulgar lo que comieron en la noche, y acompañan esos posts con fotos de sus mesas servidas, y yo me pregunto si les recomendaron hacer visible lo que cocinan, lo que ponen, durante la noche, sobre sus mesas..
Y vuelvo a pensar en mi abuela paterna, en mi madre, en sus exigencias y recomendaciones para que no preguntara a otros lo que comía, para que no advirtiera lo que comía yo, porque según decían mi abuela y también mi madre, hacer tal cosa era grosero, y también aseguraban que la mesa era un espacio íntimo, familiar, que lo contrario era chismería y mal gusto, sobre todo en un país en el que comer resulta una “odisea”, porque en Cuba están también los que exigen al gobierno, como esa madre que en las redes advierte sus angustias para alimentar a una hija muy enferma.
Sin dudas la prensa oficial no quiere atender al desabastecimiento y al hambre, y por eso aparece en el Granma Raúl Antonio Capote escribiendo sandeces, asegurando que en Cuba no hay desabastecimiento y que en Miami las colas para comprar alimentos son enormes, y que en supermercados como Kroger, Wegmans y Walmart, entre otros, “han establecido limites en la compra de productos cárnicos”. Realmente resulta desfachatado inventar la paja en el ojo del vecino para esconder el trozo ‘e palo que devasta la córnea a los cubanos.
No dudo que el gobierno haya sugerido a algunos periodistas que hicieran visibles esas artificiosas exquisiteces que divulgan en espacios públicos, sin detenerse en las tantísimas carencias, en los desabastecimientos, en las colas kilométricas que hacemos los cubanos en noches largas y a la intemperie, pa’ comprar unas salchichas, pa’ conseguir dos paqueticos de detergente, algo de aceite, unos jaboncitos pa’ espantar el churre, pa’ borrar la mucha angustia que estamos viviendo. Sin dudas este Raúl Antonio Capote debía entender de una vez que tener ganas de comer jamón es también una razón para largarse al norte, sobre todo si se hace el viaje desde un país donde comer es una odisea, un crimen de “mesa intimidad”.
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