LA HABANA, Cuba. – El silencio puede ser compasivo, y también esa callada que se torna grande frente a lo más sucio, frente a lo inefable. El silencio puede ser restaurador. El silencio, a falta de arrojo, puede ser gallardo. Alguien suponía, creo que Wittgenstein, que de lo que no se podía hablar era mejor callarlo. Y eso que decía Wittgenstein parece muy obvio, pero aun así son pocos los que deciden la prudencia y el silencio. Delfín Prats, el más reciente Premio Nacional de Literatura optó por la callada, incluso cuando muchos esperaban lo contrario. Delfín se movió del silencio al fingimiento…
El poeta tendió un manto de silencio sobre su verdad. Y es que no son pocos los que se deciden por la infamia en lugar de hacer denuncia, aun cuando reconocen que podrían terminar comprometidos con la maldad, como le está sucediendo ahora mismo al poeta Delfín Prats. Y quizá sea el miedo el gran culpable de esos nuevos compromisos de Delfín, porque me cuesta creer que olvidara las muchísimas patrañas que le dedica el poder desde hace mucho. Es muy poco probable que un hombre inteligente y memorioso olvide tan fácilmente las tantísimas crueldades, las estulticias, que por tantos años le dedicaron
Alguien podría argüir que fueron el hambre y el desamparo que acosaron a Delfín durante muchos años los que lo tornaron temeroso, pero tampoco existe la garantía de que este cambio repentino sea duradero. Quizá la culpa fue del hambre y de sus muchos desamparos. ¿Qué más podría ser? ¿Qué hizo a Delfín decidirse por la postración y el arrodillamiento? ¿Acaso el hambre? ¿Sería el miedo? Cualesquiera que fueran las razones no habrá manera de alejarlo, en las mentes memoriosas, de ese comprometimiento con el mal.
El caso Delfín quedará unido en lo adelante, y para siempre con, con la ya lejana en el tiempo, retractación de Heberto Padilla. “De lo que no se puede hablar se debe callar”, nos advirtió Wittgenstein, pero Delfín no atendió a esa advertencia. Delfín no creyó que la verdad sería capaz de abrir la noche más cerrada, y quizá hasta lo reconoció y tuvo miedo. Delfín debió sentir mucho miedo. Delfín temió a la verdad y sobre todo a sus consecuencias. Él debió temer a la noche cerrada y negra que ya conoce, esa noche en la que no se consigue ver, ni siquiera, “un burro a tres pasos”.
Todo eso debió pasar por la cabeza de Delfín mientras le otorgaban, en La Cabaña, el Premio Nacional de Literatura, ese premio que sin dudas merecía desde hace rato, ese premio que estuve celebrando desde CubaNet y también en las redes sociales, tras su anuncio definitivo. Y todavía hoy sigo creyendo que Delfín merece el premio o, para ser más exacto, creo que su obra lo merece, a pesar de toda la infamia que vimos luego.
Lo más infame vendría después, y sucedió en la ceremonia de entrega, esa ceremonia en la que el viejo poeta magullado escuchara el elogio de la ensayista Cira Romero ―aunque se le conozca más por el sobrenombre de “Cita Romero”, gracias a su gran vocación de citar a otros para legitimar lo que dice o escribe―. Y es que Cita Romero, que así prefiero llamarla, tiene largos contubernios con el poder, quizá desde esa época en la que estuvo matrimoniada con Manuel Cofiño, aquel comunista “charco ‘e sangre” que escribió La última mujer y el próximo combate, entre otros libros de triste recordación.
Lo más probable es que Cita Romero fuera la encargada de proponer como premio, y defender con uñas y sangre, al candidato Delfín Prats, para acallar a los muchos que estuvimos reclamando su candidatura y el premio definitivo. El ambiente estaba caldeado, y nada resultaba mejor que nombrar un jurado más fiel al oficialismo que a la literatura. La “cosa” estaba fea, y era mejor no correr riesgos. Cita Romero podría resultar bien útil como intermediaria. Creo que así debió prepararse el premio…
Así debió ser el gran combate; zanjar, limar asperezas, que para eso nombraron Cita Romero, porque el horno no estaba para galleticas. Así funciona el poder, haciendo lo contrario a lo que de él se espera. El premio para Delfín ya estaba decidido, como decidida de antemano estuvo la ceremonia y la intervención de Delfín, incluso sus loas a la Revolución y a Fidel Castro, para posarse luego junto a Alpidio el antipoeta, ese “ministruelo golpeador”, el arrebatador de teléfonos “imprudentes” en aquel 27N.
Muy triste resultaría entonces enfrentar esa imagen, televisada, en la que Alpidio y Delfín sujetan el premio, uno a cada lado, los dos separados por el premio. Triste esa imagen de la que ya jamás podrá separarse Delfín Prats. ¿Y no habría sido mejor que diera la espalda al premio? Eso pudo suceder, esa pudo ser una salida digna, irreprochable, pero ¿quién soy yo para recomendar tal cosa?, y Delfín merecía, merece aún, el Premio Nacional de Literatura. Lo que no debió hacer nunca fueron esas loas al régimen instaurado desde 1959, y a Fidel Castro.
Hoy todo sería diferente para Delfín si hubiera rechazado el premio, ese premio que viene convoyado con una muy breve ayuda de 2400 pesos mensuales hasta el día de su muerte, pero Delfín necesitaba esa cifra que, aunque brevísima, recibe la mayoría de los premiados hasta hoy, salvo Leonardo Padura, quien pretendió entregar ese dinero cada mes a los centros que acogen a niños sin amparo filial, pero el poder le advirtió que ese dinero era una ayuda y no parte del premio.
Y ahora me pregunto qué habría sucedido si Delfín renunciaba al premio, si al menos hubiera desistido de la mención a Fidel Castro, de las carantoñas a Alpidio Alonso y a la Revolución. Delfín pudo hacer reclamos a los muchos mudos del país, pero se decidió por la loa, la genuflexión más oprobiosa, en lugar de recordar a su amigo Reinaldo Arenas, el amigo de tantas correrías, pero Delfín debió pensar en el hambre y en la ayudita que ahora le toca por decreto.
Delfín, creo, tenía el compromiso, como cualquier hombre de bien, de reconocer esa vieja certeza de la existencia de los otros, la tan originaria idea del deber, esa que se nos presenta algo más clara en la existencia de un poder comunista, y que nos pone frente a un horrendo postulado moral. Él debió reconocer a sus contemporáneos, a sus fieles lectores. El escritor que es Delfín tiene también funciones públicas a las que no debía renunciar, pero renunció. Yo prefiero su “lenguaje de mudo”, sus señas, antes que esas alabanzas a los comunistas.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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