LA HABANA, Cuba. — Cada vez son más cubanos que están convencidos de que la dictadura iniciada por Fidel Castro, y que ha durado 63 años, está postrada, agonizante y acercándose al final debido a la incapacidad de sus sucesores para remontar la gravísima crisis en que han sumido al país. Lo que nadie puede predecir es cómo será ese final.
Predecir cómo acabará una dictadura es un ejercicio demasiado aventurado y que casi siempre falla. A veces, su fin sorprende y viene de modo inesperado y por causas inimaginables.
El fin del castrismo debía haber ocurrido hace muchos años. Su sobrevida ha desafiado las leyes de la historia, de la economía y hasta de la biología. No ocurrió su caída cuando se desintegró el imperio comunista y Cuba se quedó sin el millonario subsidio soviético. Tampoco ocurrió —increíblemente en un régimen tan personalista como el castrista— cuando murió Fidel Castro, quien, con la salud seriamente quebrantada, había dejado el gobierno diez años antes en manos de su hermano Raúl Castro.
Pero Raúl Castro, que falló al no hacer reformas de calado, falló también al elegir su sucesor cuando delegó el poder en Miguel Díaz-Canel y su equipo. Los encargados de la continuidad poscastrista han resultado los más torpes e ineficientes gobernantes que ha tenido Cuba; con su terquedad sin límites, de desastre en desastre, de disparate en disparate y con un escenario internacional para nada favorable, han llevado el país a un callejón sin salida.
Hoy en Cuba nada funciona bien. Y los cubanos vivimos como indigentes, con los nervios crispados, entre apagones, sin medicinas, obligados a hacer largas colas para comprar alimentos cada vez más caros y de mala calidad.
Con tanta crispación como vivimos no asombran las cada vez más frecuentes protestas callejeras. Lo asombroso es que no hubiésemos estallado mucho antes y con la fuerza que amerita una situación tan terriblemente calamitosa.
Con el país endeudado y cada vez más hambre y apagones la situación seguirá empeorando. Y los mandamases, que han demostrado no estar dispuestos a darse por vencidos, solo atinan a repetir los mismos gastados argumentos que ya nadie cree, y a amenazar, reprimir y endurecer aun más las leyes. Aun así, no logran acabar con las protestas de un pueblo que no los respeta y que ya les está perdiendo el miedo.
Cada vez está más claro que solo un cambio de régimen que enrumbe hacia la democracia y la economía de mercado podrá sacar a Cuba del abismo en que se encuentra. Deben haber llegado a esa conclusión algunos en las filas del régimen, aunque aún no asomen los reformistas y parezca prevalecer la unanimidad absoluta que, todos sabemos, es falsa. De entre ellos, de una intriga palaciega, puede salir el personaje que protagonice el episodio liberalizador que preceda a la transición. Solo que esta dictadura ha puesto todo su empeño en minar los caminos que pudieran eventualmente conducir a la democratización.
No se puede descartar la posibilidad de que las protestas populares se salgan de control, los mandamases se asusten y den la orden de aplastarlas a como dé lugar, y los soldados y los policías se nieguen a masacrar a sus compatriotas, se rebelen contra sus superiores y den un golpe de Estado, o se produzca una guerra civil.
La mayoría de los cubanos temen a la violencia, al derramamiento de sangre. Pero, desafortunadamente, parece que tarde o temprano ocurrirá. Será inevitable. Los mandamases, con su intolerancia y su soberbia, no están dejando otra opción a un pueblo desesperado que, a fuerza de no tener, ya no le queda qué perder. Y hay demasiado resentimiento, demasiado odio acumulado.
Está también el miedo al cambio y al futuro. Porque luego de que termine el castrismo, por la incultura cívica y el daño antropológico ocasionado por seis décadas de dictadura, pasarán muchos años más antes de que Cuba vuelva a ser un país “normal”.
Casi todos los escenarios previsibles son de espanto. Pero también espantan la inmovilidad y un perpetuo futuro de zombis hambreados, envilecidos y amansados a palos. Tal vez, aunque nos cueste admitirlo, tenga razón un amigo que dice que “es preferible un final de espanto a un espanto sin final”.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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