LA HABANA, Cuba. – Antes de la “situación coyuntural” declarada por Miguel Díaz-Canel en septiembre de 2019, antes de la llegada del SARS-CoV-2 y la implementación de la “Tarea Ordenamiento” diseñada por Marino Murillo, con cierta frecuencia se celebraban en La Habana ferias agropecuarias. Uno o dos domingos al mes, algunas de las calles más transitadas de la capital acogían a productores del Occidente y Centro del país, que comercializaban productos de buena calidad, a precios más moderados que en los agromercados de oferta y demanda.
En dichas ferias no solo se vendían viandas, hortalizas y frutas de estación, sino conservas y productos frescos como carne de cerdo y carnero y, con menos asiduidad, pescado. Desde bien temprano llegaban los guajiros en sus camiones, y ya a mediodía no quedaba prácticamente nada. Eran tiempos en que una ristra de ajo o cebolla comprada en la feria, o una libra de ají pimiento, salían considerablemente más baratos que en el agro.
Con innumerables contratiempos, la cadena de producción-distribución-comercialización funcionaba de modo aceptable. A pesar del “bloqueo”, el turismo y el consumo interno, en Cuba no existía el desabastecimiento que hoy se hace patente en las tarimas de los agros, las carretillas y hasta en las esporádicas incursiones que hacen los guajiros al centro de la capital, donde la oferta consiste ―en un buen día― en harina de maíz seco, chícharos, arroz del malo, ristras de cebolla y ajo con los mismos precios que ponen los carretilleros, y algunas frutas que no invitan demasiado a gastar lo poco que se lleva en los bolsillos.
“Ya estas ferias no son lo que eran, qué malo está todo”, se quejaba una señora mientras contemplaba la oferta de arroz partido y sucio a 50 pesos la libra, y las ristras de ajo a 300 pesos en el parque El Curita, donde se ha hecho habitual la presencia de comerciantes cuyos productos no dejan dudas sobre la inutilidad de las 63 medidas aprobadas hace más de un año por el régimen cubano, con el objetivo de impulsar la agricultura.
Para una jubilada que cuenta con una pensión de 1 528 pesos, gastar 300 solamente en ajo resulta impensable. Las antiguas ferias representaban una contrapartida, en términos de precio, variedad y calidad, a lo que se vendía en los mercados agropecuarios. Hoy están prácticamente igualados. Productos muy demandados como la malanga y las hortalizas siguen subiendo de precio, y al consumidor no le queda otra alternativa que comprarlas en los agros, porque la inflación ha dado al traste con los precios competitivos. Todo el mundo vende lo mismo, igual de caro y con calidad variable, por lo que muy pocas veces el comprador queda satisfecho. Una visita al agro en cualquier punto de Cuba implica desangrarse el bolsillo, no sin antes hurgar con paciencia y disgusto en una mercancía que, si viviéramos en un país normal, iría directamente al corral de los cerdos.
Es un misterio cómo le funciona a un vendedor del agro tener tantos productos echándose a perder sin rebajarles cinco pesos siquiera. Un día cualquiera, en un agro de La Habana, el festival de pepinos amarillentos a 30 pesos la libra, tomates medio podridos a 200, limones arrugados a 150 y acelgas llenas de huecos a 50 cada mazo, hace que los clientes se pregunten cómo es posible esperar que alguien pague tanto dinero por bazofia.
Desde luego, los compra el que quiera, pero la pérdida es real y considerable. La única explicación lógica sería que los vendedores incluyeran esta en el precio fijo de la mercancía, más el diezmo que aplican al cliente mediante el pesaje. Con un margen bastante ajustado, el vendedor podría recuperar la inversión y obtener ganancia, pero para el consumidor es un verdadero desastre, porque su salario cubre cada vez menos necesidades y el sentimiento de satisfacción ha ido, como tantos otros, a anidar en el plano de las quimeras.
Mientras los cubanos se ven obligados a pagar comida de chancho a precios de Dubai, el ministro de agricultura, Ydael Pérez Brito, considera ―con respecto a la aplicación de las 63 medidas― que “se está avanzando, aunque no es para sentirse complacidos. Estamos totalmente insatisfechos”. Así lo declaró el pasado mes de mayo al portal oficialista Cubadebate, en una entrevista que, lejos de ser alentadora, estuvo salpicada de justificaciones y proyecciones hacia un futuro que solo el Partido Comunista de Cuba ve.
El Estado no ha escatimado en planificación, burocracia, valoraciones, cálculos a mediano o largo plazo, y visitas a productores y ganaderos. Infinitas vueltas para que el pueblo siga esperando resultados. Ahora es necesario incrementar el número de productores, pero el negocio de la tierra no es atractivo cuando hay un Estado excesivamente controlador y venático de por medio. No es de extrañar que los guajiros desconfíen, y lejos de pensar como país, piensen como ciudadanos acosados por los altos precios y la falta de autonomía. Si el costo de la vida sube, ellos también pondrán su mercancía por los cielos, y que pague el que pueda.
Quince meses después de aprobadas las 63 medidas, sigue jorobado el problema de la tierra que, junto a la libertad, es la base de todo, aunque Díaz-Canel afirme otra cosa. El país cuenta con experiencia y conocimientos acumulados ―palabras del ministro―, pero no hay recursos para aplicarlos. Ante la imposibilidad de actuar, se dictan medidas, leyes y regulaciones, actividad muy agotadora que afortunadamente solo requiere de abundante parloteo, papel y tinta.
El pueblo que aproveche y compre lo que pueda en esas “ferias” de matahambre, que agradezca que todavía puede pagar la harina y el arroz partido en moneda nacional, y que ni se atreva a pensar en indicadores como seguridad alimentaria e inocuidad de los alimentos. Si nos ponemos a analizar esas dos cuestiones con la profundidad que ameritan, terminaremos eligiendo la muerte por inanición.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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