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LA HABANA, Cuba.- En 1977 se agudizó el conflicto armado en la región del Ogadén, específicamente en la frontera entre Etiopía y Somalia. El enfrentamiento pudo haber sido contemplado como un suceso local entre dos naciones tercermundistas que no despertara el interés de las superpotencias.
Sin embargo, la Unión Soviética ya estaba convencida de que el teniente coronel etíope Mengistu Haile Mariam era su hombre en esa región del Cuerno Africano, y por tanto no vaciló un instante en tomar partido a favor de Etiopía.
En efecto, tras la caída del emperador Haile Selassie en 1974, Mengistu se las arregló para convertirse en el hombre fuerte de Etiopía después de eliminar físicamente a todo aquel que se le opusiera. En 1984 proclamó el marxismo-leninismo como ideología oficial del Estado, y asumió la secretaría general del Partido de los Trabajadores de Etiopía. Tres años más tarde, en 1987, se convirtió en presidente del país.
Pero los soviéticos solo enviaron asesores militares y armamento, y le encomendaron a Fidel Castro que pusiera los combatientes. Así, en el propio año 1977 alrededor de 17mil soldados cubanos llegaron a Etiopía para apoyar a Mengistu y combatir en contra de los somalíes, quienes hasta ese momento también habían sido aliados de La Habana.
Mas no solo se involucrarían los cubanos en la guerra contra Somalia. También se verían envueltos en el otro frente donde actuaban las tropas de Mengistu: la lucha contra el Frente de Liberación del Pueblo de Eritrea. Este territorio, que hasta ese momento era una provincia de Etiopía, peleaba encarnizadamente por obtener su independencia; una independencia que le negaba el régimen de Mengistu. En ese contexto a los cubanos les tocaría jugar un triste papel: de autotitulados campeones de la solidaridad con los pueblos que luchaban por su liberación nacional en otras partes del mundo, habían ido a África a oponerse a las ansias independentistas de los eritreos.
Con la desideologización de la política exterior soviética implementada por Mijail Gorbachov, y más marcadamente con la desaparición de ese estado multinacional en 1991, Mengistu perdió el apoyo de Moscú, y a Cuba no le quedó más remedio que dar por terminadas sus aventuras militares en África.
De inmediato el régimen de Mengistu, al que muchos calificaban como el “terror rojo”, fue barrido por el pueblo etíope, y el déspota debió huir precipitadamente rumbo a Zimbabue con tal de escapar a la justicia. Una ocasión aprovechada también por Eritrea para obtener su independencia.
Los años que siguieron a la caída de Mengistu fueron de escasos contactos entre Cuba y los nuevos gobernantes etíopes. Al margen de algunos jóvenes de esa nación que estudiaban en Cuba, y alguna que otra brigada médica de la isla que prestaba servicios en ese país del Cuerno Africano, las relaciones entre ambos países transitaron por un perfil muy bajo.
Un ejemplo de lo anterior lo tenemos si analizamos el intercambio comercial entre las dos naciones. El monto de esas transacciones ha sido tan bajo que no aparece especificado en las cifras que reporta la Oficina Nacional de Estadísticas e Información (ONEI). Esa ha sido la tónica de las relaciones cubano-etíopes, no obstante cualquier otra imagen que se pretenda mostrar, sobre todo a raíz de la visita que por estos días ha realizado a Cuba el mandatario de esa nación africana, Mulatu Teshome Wirtu.
Es lógico suponer que buena parte del espectro político etíope se resista a un acercamiento a un país que secundó a un gobernante que torturó, asesinó y obligó al desplazamiento de miles de personas.
Por nuestra parte, nunca podremos perdonarle al castrismo que sacrificara las vidas de más de un centenar de jóvenes cubanos en aras de apoyar a un genocida.