LAS TUNAS, Cuba. — Este miércoles se cumplen 70 años del fallido asalto al Cuartel Moncada en Santiago de Cuba, ocurrido la madrugada del 26 de julio de 1953. Fue aquella una acción armada que —según Fidel Castro y sus seguidores— de haber tenido éxito hubiese generado un levantamiento nacional para devolver al país la constitucionalidad quebrantada por el golpe de Estado de Fulgencio Batista el 10 de marzo de 1952.
Un orden de marcha confuso, que haría extraviar en la ciudad a varios atacantes, la ausencia de observación previa al ataque y de neutralización de previsibles refuerzos —llegó una patrulla externa eliminando la sorpresa inicial— y la falta de apoyo al comando de vanguardia, que tomó la posta principal, pero no fue seguido por el grupo del centro —comandado por Fidel Castro, que no llegó a entrar al Moncada— hicieron de aquel asalto un fracaso en breves minutos.
Capturado y acusado por un delito conceptuado contra los poderes del Estado, por el que —amnistiado él y sus compañeros— cumplieron sólo unos pocos meses de cárcel —muchos menos que los que llevan ya los presos del 11J—, en su alegato de autodefensa, más tarde conocido como La historia me absolverá, Fidel Castro afirmó que, de haber tenido éxito, después de tomar el Moncada, habría hecho divulgar por la radio a toda la nación las cinco leyes revolucionarias que habrían promulgado inmediatamente.
“La primera ley revolucionaria”, dijo, “devolvía al pueblo la soberanía y proclamaba la Constitución de 1940 como la verdadera ley suprema del Estado, en tanto el pueblo decidiese modificarla o cambiarla, y a los efectos de su implantación y castigo ejemplar a todos los que la habían traicionado, no existiendo órganos de elección popular para llevarlo a cabo, el movimiento revolucionario, como encarnación momentánea de esa soberanía, única fuente de poder legislativo, asumía todas las facultades que le son inherentes a ella, excepto de legislar, facultad de ejecutar y facultad de juzgar”.
Llegado al poder el 1ro de enero de 1959, ocultando sus intenciones de implantar un régimen comunista totalitario —como el que sostiene la vigente Constitución de 2019—, el castrismo “olvidó” la que había conceptuado como “la primera ley revolucionaria” el 26 de julio de 1953, que devolvía al pueblo la soberanía y proclamaba la Constitución de 1940. Así, durante 17 años, desde 1959 y hasta 1976, cuando fue promulgada la constitución estalinista calcada de los regímenes europeos dependientes de Moscú, Fidel y Raúl Castro gobernaron por decreto como los que gobiernan hoy, que no pusieron un pie dentro del Moncada cuando el asalto aquel ni jamás fueron elegidos por los que dicen representar.
La “segunda ley revolucionaria” del llamado “programa del Moncada”, que concedía la propiedad de la tierra a todos los colonos, subcolonos, arrendatarios, aparceros y precaristas que ocupasen parcelas de cinco o menos caballerías de tierra, es, en esencia, la base de la Primera Ley de Reforma Agraria de 17 de mayo de 1959, que, ciertamente, hizo propietarios a esos agricultores de hasta cinco caballerías de terrenos que ya trabajaban, pero, al mismo tiempo, expropió la gran empresa rural en Cuba, eliminando el latifundio particular para hacer del gobierno comunista un Estado latifundista, empantanando el campo cubano en la improductividad de hoy día, al punto de no producir la nación ni los alimentos que consume, debiendo importarlos, incluso, de Estados Unidos, España y Canadá, países de origen de muchos de los empresarios rurales expropiados.
El programa del Moncada concebía como “tercera ley revolucionaria” lo que ha constituido un chiste de malísimo gusto para los cubanos desde hace ya más de sesenta años. Según esa “ley”, se le otorgaría a los obreros y empleados “el derecho a participar del treinta por ciento de las utilidades en todas las grandes empresas industriales, mercantiles y mineras, incluyendo centrales azucareros”.
Y no menos chistosa, según el discurso castrista, resulta la “cuarta ley revolucionaria”, que “concedía” a todos los colonos “el derecho a participar del cincuenta y cinco por ciento del rendimiento de la caña”, esto, en un país donde la estatización del cultivo de la caña de azúcar hizo a los productores, tanto “privados” como estatales, una de las últimas opciones del “mercado laboral” cubano.
La que fuera concebida por Fidel Castro como “quinta ley revolucionaria” concierne a “la confiscación de todos los bienes a todos los malversadores de todos los gobiernos y a sus causahabientes y herederos en cuanto a bienes percibidos por testamento o abintestato (entiéndase adjudicación de bienes de un fallecido sin testamento) de procedencia mal habida”, concepto que sí ha venido aplicándose desde 1959 y hasta hoy día, a discreción, por ciclos u ondas, según el momento político que ha vivido el país, la persona implicada y la imagen que han querido proyectar los dirigentes castrocomunistas en el sui generis folclor cubano. De tal suerte, a partir de 1959 los primeros malversadores confiscados fueron quienes integraron el régimen de Fulgencio Batista.
Cuba, como nación, entiéndase como grupo humano asentado en suelo propio, ha extraviado la razón de ser al perder valores intrínsecos de la persona. Emigrar, delinquir, vivir a cuenta del daño al prójimo y no del trabajo honrado —por obra y gracia del trabajo mal pagado y de las promesas no cumplidas — es parte del legado que recibimos los cubanos después de setenta años de luchas y esfuerzos sirviendo como peldaños para que unos escalen alto y otros se hundan en sus abismos. De esas palabrerías estará saturado el próximo discurso por el 26 de julio. No nos asombremos.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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