Mireya Luis, dueña y señora del remate

Pasó un cuarto de siglo y todavía hay quienes defienden a capa y espada la tesis de que debió ser designada la mejor voleibolista del siglo precedente
Cuba, voleibol, Mireya Luis
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LA HABANA, Cuba.- Había una vez una niña que quería ser voleibolista y se presentó a unas captaciones de la EIDE. Entonces solo medía 1.48 metros, así que cuando se paró delante de la entrenadora, ésta no le vio opciones de rebasar la prueba.

“Mira si puedes tocar el techo de la cátedra”, la conminó, convencida de estarle pidiendo un imposible.

La niña saltó y para sorpresa de la cazatalentos logró tocar la altura con la punta de los dedos. “No pude verlo bien. ¿Puedes volver a hacerlo?”, le pidió. Y la niña volvió a hacerlo, inclusive con mayor facilidad.

De ese modo empezó la carrera de Mireya Luis Hernández, la mujer que probó que las estrellas (por pequeñas que sean) pueden dar brincos enormes. Camagüey vio sus pasos iniciales, y luego toda Cuba, y casi inmediatamente después el mundo entero.

Sin llegar nunca al metro con ochenta, Mireya superaba la red por medio cuerpo. Para ponerlo en perspectiva, era capaz de alcanzar el aro de baloncesto (3,05 m), lo cual la convertía en un fenómeno saltador de dimensiones inhumanas.

Daba la sensación de que sus pies tenían resortes invisibles. Las pasadoras le ponían la pelota a tres cuartas de las nubes y ella iba en su busca con el despegue vertical de un Harrier. Una vez allá arriba, la golpeaba con saña y aterrizaba de regreso con el mérito de la misión cumplida.

Como escribí una vez, “Mireya estaba hecha de esa madera con que Dios tala a los grandes, vivía en una burla eterna con las bloqueadoras y remataba con una fuerza inverosímil para su frágil apariencia. Cada vez que enfilaba hacia el cielo tras un pase, bajaba con el punto para Cuba (René Navarro dixit)”.

Ser líder de una generación capaz de ganar tres oros olímpicos en fila no es cosa de juego. Mireya se había estado abriendo paso en los altares desde que en 1983 —¡apenas con 16 años cumplidos!— se echó el equipo a cuestas en los Panamericanos de Caracas, y el estatus de dueña y señora del remate cayó por su propio peso en la muchacha.

Le sobraba energía. La asistía un carisma que enamoró a la inmensa China. Las jugadoras la miraban como quien pide consejo al sabio de la tribu, y Mireya indicaba el camino ora con ataques, ora con palabrotas, ora con la sonrisa más famosa que dio el voli.

Su personalidad de guerrera dominante, hecha desde la mezcla de las sangres de Haití y Cuba, posa de cuerpo entero en una anécdota que le contó el año pasado a OnCuba sobre el enfrentamiento con Brasil en el Mundial de 1994. Las sudamericanas eran anfitrionas del evento y emplearon la prensa para sembrar el miedo vía religión.

“Decían que le habían dado un tiro a Yemayá en la selva y nosotras: ‘¿Ah sí? Está bien. Ellas no saben el Yemayá nuestro qué come’”.

Lo escribo sin que el dedo vacile en el teclado: nunca hubo una atleta cubana que ejerciera semejante magnetismo en la fanaticada. Ni Ana Fidelia Quirot, ni Driulis González, ni Idalys Ortiz…, ninguna de las campeonas de este país estuvo tanto tiempo en boca de la gente, y a ninguna le tributaron tanto elogio.

Porque a Mireya la han querido mucho. Pasó un cuarto de siglo y todavía hay quienes defienden a capa y espada la tesis de que debió ser designada la mejor voleibolista del siglo precedente. Como se sabe, el premio fue a parar a Regla Torres, y desde entonces hay rumores de enemistad entre las dos.

Es posible. Tal vez haya un distanciamiento a partir de esa elección. Quizás los decisores cometieron una injusticia irreparable, o quizás acertaron al entender a Regla como una jugadora más completa. Lo que sí nadie puede negar es que Mireya Luis, la morenita que tocó el techo de la cátedra para que la aceptaran en la EIDE, es la mejor atacadora de la historia y la cara mundial del voleibol.

Vaya usted a saber qué le da de comer a Yemayá…

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