Luque, talento y malas pulgas

Suyo es el privilegio de convertirse en la primera estrella latina de las Ligas Mayores. Pasará mucho tiempo para que alguien rompa su récord de imponerse en un juego de Serie Mundial con 43 años.
Adolfo Luque, Cuba, Grandes Ligas, pelota
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LA HABANA, Cuba.- Tenía pinta de español, era bajito, le gustaban las peleas de gallos, la rumba y el danzón. Hemingway fue su amigo; el torero Manolete, su primo; Cuba, el altar donde lo veneraron los fanáticos. Si alguna vez hubo un carácter en el béisbol, se llamó Adolfo Domingo de Guzmán Luque.

Le decían ‘Papá Montero’ porque vivía para la parranda. Un cronista de su época escribió que poseía “el brazo de Hércules y el corazón de una fiera”. Solía vestir con guayabera blanca, sombrero de pajilla y pantalones de dril 100, pero lo que mejor le sentaba eran los uniformes de pelota.

Cuando se encasquetaba el traje y ponía los pies en el diamante, Luque se transformaba en héroe de la grada. Carecía de importancia que en su pecho dijera Almendares, Habana, Cienfuegos, Bravos, Rojos o Gigantes: de modo inevitable la gente admiraría su curva envenenada, su capacidad para radiografiar a los rivales y aquel temperamento de vikingo en alarma de combate.

Porque Luque pitcheaba y se fajaba, y a la hora de evocarlo una historia no sobrevive sin la otra.

Desde el box, ‘Papá Montero’ se ganó la etiqueta de salvaje. Veinte años pasó en las Grandes Ligas y allí logró agenciarse dos Series Mundiales, par de lideratos de efectividad, un curso de 27 triunfos y siete campañas de más de 200 entradas, con otras dos (agárrese a la silla) por encima de los 300 innings trabajados.

Suyo es el privilegio de convertirse en la primera estrella latina de las Ligas Mayores, y costará sangre y sudor —léase mucho, mucho tiempo— para que alguien rompa su récord de imponerse en un juego de Serie Mundial con 43 años cumplidos.

Las agallas le crecieron a la par de ese talento. Se erizaba (para usar un término de moda) por cualquier mínima acción que pudiera interpretar como ofensiva, y enseguida decidía resolver el asunto con una frase ríspida o, en el peor de los casos, en el campo de batalla.

A la memoria viene aquella vez que detuvo el windup y salió a todo gas rumbo al dugout de los Gigantes para liarse a puñetazos con varios jugadores que le habían gritado insultos xenófobos. Esa clase de lances adornaron su vida dentro y fuera del terreno, y la leyenda de un Luque de sangre volcánica se hizo popular dondequiera que hizo gala de sus artes de jugador y manager.

El colmo de sus erupciones aconteció en 1940, cuando llevaba la batuta de Almendares. Enfadado por cuestiones salariales, el derecho estadounidense Ted Radcliffe se mostró indiferente en el montículo mientras los adversarios lo apaleaban. Luque, herido en su orgullo de guerrero, decidió sustituirlo, y el espigado moreno salió felizmente camino a las duchas de La Tropical.

Nadie podía jugarle ‘majá’ a ‘Papá Montero’, así que al poco rato, todavía sin terminarse el desafío, se personó en el sitio donde un recién bañado Radcliffe se disponía a hacer las maletas y largarse. Luque le dijo hasta del mal que iba a morir, la situación ganó calor, y en una de esas el cubano sacó un revolver y el disparo retumbó en todo el estadio.

Pálido y aún sin vestirse por completo, Radcliffe abandonó los vestidores echo una exhalación. Al día siguiente, los periódicos dieron la noticia de su precipitado regreso a Norteamérica.

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