Espinosa, el Ángel exterminador

Yo me quedo con este inolvidable derecho que se viró a la zurda y asestó los nocauts más dramáticos de una época donde aún le salían flores al boxeo
Ángel Espinosa, Cuba, boxeo,
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LA HABANA, Cuba.- Como todas las frases categóricas, esta no va a pasar inadvertida: Teófilo Stevenson aparte, Ángel Espinosa ha sido el boxeador más fulgurante que pasó por los cuadriláteros del amateurismo nacional.

Ya sé que de inmediato saltarán los desacuerdos. Hay quien va a mencionar a Adolfo Horta, que se lucía en todas las distancias, y alguien dirá que José Gómez recetaba anestesia con cada puñetazo.

Habrá incluso unos cuantos que apoyarán la candidatura de Félix Savón, tres veces titular olímpico y hexacampeón del orbe. Y los más memoriosos alegarán que Chocolate transitó sin reveses por el ring aficionado, en el arranque de una carrera de leyenda.

Para gustos, los colores. Yo me quedo con el inolvidable derecho que se viró a la zurda y asestó los nocauts más dramáticos de una época donde aún le salían flores al boxeo. El tipo que masacró los sueños del talentoso Meldrick Taylor en el Mundial Juvenil del año 83 y les dejó malos recuerdos a dos alemanes que luego serían campeones en el profesionalismo, Henry Maske y Sven Ottke.

Definitivamente, Espinosa fue hecho de una sustancia diferente a la de la inmensa mayoría de los púgiles. Podía ofrecer pasajes de estilista; podía meterse en el infight, zapatilla con zapatilla y cabeza con cabeza; y podía, casi literalmente, exterminar. Que le pregunten a Orestes Solano, el pinareño de la quijada de granito, quien cayó frente a él como un castillo negro en ruinas.

La sabiduría de Alcides Sagarra lo definió tal cual en Charla entre Cuerdas: “Espinosa representa el ejemplo clásico que concilia todas las corrientes dentro de la escuela cubana de boxeo. En buena forma deportiva, el holguinero no pierde con ningún boxeador del universo”.

No por gusto el inmenso Ray Leonard iba a verlo hacer sparrings durante el campeonato planetario de Reno 86, maravillado por su físico y pegada. Era un portento. Sin embargo, nunca pudo llegar al oro estival, afectado por el capricho cubano de ausentarse de un par de Olimpiadas sucesivas.

Eso catalizó el declive. Poco a poco Espinosa perdió el interés por el gimnasio, lo reemplazó por la parranda, y por ese (mal) camino cuando se presentó en Barcelona 92 ya estaba liquidado. “Se me fue el tiempo”, confesaría luego a la prensa de Miami, donde murió con solo 50 años cumplidos.   

Pero en su etapa ‘prime’, cualquiera se podía percatar de que infundía miedo. Los rivales comparecían más preocupados por mantenerse en pie que por ganarle, sabedores de que al holguinero le gustaba ver al referee aplicándole la gimnasia numérica (1-2-3… 9-10-out!) al guerrero caído.

En la retina de mi generación perdura su estremecedora pelea de los Panamericanos de Indianápolis. Enfrente suyo estaba Darin Allen, que venía de coronarse un año antes en los pesos medianos de la cita mundialista. Espinosa, invencible a la sazón, hizo noventa segundos de excepción: tiró todos los golpes posibles, alardeó de velocidad de manos y de piernas, trabajó fuerte a la cabeza y el abdomen, danzó para esquivar y cerró con un mandarriazo criminal.

Ojo, que pocas veces empleé mejor el término. Criminal, digo, porque Allen cayó de medio lado, totalmente inconsciente, y de medio lado estuvo hasta que el árbitro se inclinó para voltearlo. Entonces empezó la batalla por extraerle el protector bucal mientras los médicos subían presurosos al tinglado. Solo al rato, borracho como una cuba, pudo dejar la lona el pobre hombre. 

Y eso fue con los guantes del amateurismo…

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