LA HABANA, Cuba.- A Roberto Balado (casi) siempre le tocó ir en desventaja de estatura y peso corporal. Subía al ring y, vista la envergadura del rival, daba la sensación de que le tocaría bailar con la más fea. Craso error. Una vez y otra vez y otra vez, terminaba acompañado de esa mujer espléndida, Victoria.
Porque ganar era lo suyo, y si lo conseguía a contrapelo de los cálculos, mejor. Su figura quedaba muy lejos de la que imaginamos en un peso completo, y tampoco tenía esa pegada capaz de revertir el rumbo de las cosas. Así, despojado de atleticismo y knockout punch, Balado tuvo que depender de aquello que sí le dio la vida.
Velocidad. He aquí el término que sintetiza la receta vencedora del gordito que fue campeón de todo en siete años, incluidos tres eventos mundiales y uno olímpico. Un hombre que parecía jugar al “¿me ves? ¡ya no me ves!” con los contrarios.
Sonaba la campana y… sufff, Balado tiraba un par de jabs, una derecha, sufff, salía de la distancia, danzaba por el ring (siempre con la más linda, insisto), se volvía a meter en el infight y sufff, sufff, sufff, golpeaba con rapidez de minimosca. Digamos que fue un gato metido en el cuerpo de un bisonte. Pero un gato pensante.
El vértigo de sus entradas y salidas se alió a su inteligencia para hacerlo feliz en 238 de 250 subidas al tinglado. Pez en el agua en toda circunstancia combativa, colocaba sus golpes —si no con la potencia idónea— con una erosionante precisión de reloj suizo. En Roberto Balado, cada libra de más en el abdomen estaba respaldada por una tonelada de maestría.
A su lado, el estadounidense Larry Donald lució como un gigante inofensivo, y lo mismo pasó con el resto de Goliats en el camino: el nigeriano Igbineghu, el búlgaro Rusinov, el soviético Miroshnichenko, quien recibió una fiesta de piñazos en la pelea titular del certamen moscovita de 1989…
Eso sí, hay que aclarar que al principio no fue el verbo, sino la suspicacia. Esto es, al principio nadie apostaba un medio por aquel matancero criado en un barrio de La Habana. Ni siquiera el que luego sería su entrenador del alma, Raúl Fernández. No obstante, Balado se empeñó en darle mandarria a los estereotipos y los redujo a escombros. “Ese gordito era tremendo”, llegó a decir Teófilo Stevenson.
Caso clásico de jornalero de los cuadriláteros, tuvo que trabajar a fondo cada triunfo. Las peleas solían llegarle al límite de tiempo, y el guion del referee alzando su brazo llegó a ser más predecible que el desenlace de las novelas rosas. Cualquiera habría pensado que el muchacho tenía de cara la fortuna.
Pero no. Con apenas 25 años cumplidos, Balado perdió el combate de la vida en el crucero Negrín, entre Wajay y El Chico. Un tren arrolló el auto en que se dirigía al centro de entrenamientos del equipo nacional, y el papalote de sus sueños juveniles se fue a bolina irremisiblemente.
Quedan, por suerte, los recuerdos. La retina no se desprende de sus artes de bailarín rollizo, y da la impresión de que aún puede danzar ante el rival, entrar, golpear, fintear, golpear de nuevo y después, mágicamente, sufff…
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