LA HABANA, Cuba.- Quiso el destino, paradójico, que los cubanos asistieran por primera vez a la representación de un “almuerzo lezamiano” en un momento de tanta hambre como fue la década de 1990, específicamente el año 1994, cuando parecía que todo se derrumbaba. Ante el asombro popular fue estrenado en los cines el filme Fresa y Chocolate, del director Tomás Gutiérrez Alea (Titón), protagonizado por Jorge Perugorría, Vladimir Cruz y Mirta Ibarra. Fue el primer largometraje cubano que abordó abiertamente el tema de la homosexualidad.
En aquella memorable cinta, convertida en un clásico del cine cubano e hispanoamericano, el entrañable Diego (Perugorría) invita a su querido amigo David (Cruz) a degustar una de las cenas a las que fuera tan aficionado el autor de la novela Paradiso, hombre de profunda cultura y amante del buen comer. En medio de un escenario de absoluta estrechez, la primera referencia al almuerzo lezamiano que saltó en el filme, lo hizo acompañada por la coletilla de que era algo monstruosamente caro.
Cien dólares —equivalente a unos 15.000 pesos cubanos según el cambio de la época— costaría el evento gastronómico y social que disfrutarían Diego, David y Nancy (Mirta Ibarra) para homenajear no solo la obra de ese genio que fue Lezama, sino tradiciones proscritas por el avance de la revolución proletaria.
El almuerzo o cena lezamiano (a) es un ritual que todavía hoy —con la estrechez económica multiplicada y el legado cultural hecho añicos— luce como algo increíble para los cubanos. Entrantes, plato fuerte, guarniciones, sorbetes, postres, café y un habano, podrían entenderse, en su conjunto, como hábito de gente rica; pero lo cierto es que así —con mayor o menor pompa en la entrada y presentación de los alimentos— se comía en muchísimos hogares cubanos, más de los que la historiografía oficialista ha querido reconocer.
Aquel almuerzo, tal como fue servido por Doña Augusta en Paradiso, es un viaje por las tradiciones de un país que desde la década misma de 1960 había comenzado a desmembrarse a través de éxodos e inxilios. Familia y amigos reunidos en torno a un mantel blanquísimo, ante una vajilla elegante provista de sopa de plátanos y tapioca, soufflé de mariscos, pavo dorado a la mantequilla, crema helada, rayaduras de coco y piña bañadas en leche condensada… Cuba entera en una explosión de colores y sabores.
El almuerzo lezamiano no es solo un convite a comer sabrosa y opíparamente; también a la buena y dicharachera sobremesa, un lujo tan apreciado como aquellos manjares simples, y sin embargo ajenos a la rutinaria gastronomía de los cubanos en la actualidad.