LA HABANA, Cuba. – Cuando se habla del Romanticismo en la pintura del siglo XIX, el francés Eugène Delacroix (1798-1863) ocupa el sitial supremo. A pesar de que siempre reconoció la influencia en su obra de los grandes maestros del Renacimiento italiano, y durante un tiempo rechazó la etiqueta de “pintor romántico”, es innegable su pertenencia a esta importante corriente artística y literaria, donde compartió honores con su amigo, el también pintor Théodore Géricault, y los escritores Prosper Mérimée y Henri Beyle (Stendhal).
Nacido en una acomodada familia burguesa, Delacroix estudió en el Liceo Imperial y posteriormente en la Academia de Bellas Artes. La pérdida temprana de sus padres lo afectó profundamente en lo emocional y lo económico, obligándolo a trabajar por encargo cuando lo que deseaba era pasar sus tardes contemplando los cuadros de Tiziano, Veronés, Rafael Sanzio o Rubens, y perfeccionar su técnica para estar a la altura de los maestros que tanto admiraba.
No sospechaba el joven Eugène que él mismo sería considerado una autoridad dentro del arte. Su enorme talento habló por él, y con solo 21 años recibió su primera encomienda importante, para la parroquia de Orcemont. Bajo la influencia de los renacentistas pintó su cuadro La Virgen de las Mieses y, tres años más tarde, apremiado por la mala economía, se presentó al Salón de los Artistas de 1822 con su obra La barca de Dante, que le ganó gran reconocimiento como pintor y figura muy principal del Romanticismo francés.
El Estado adquirió la obra y muchas otras de Delacroix, quien gracias a este tipo de transacciones pudo regresar a la vida social.
En 1824 pintó La Matanza de Quíos, impresionante lienzo que lo reafirma como un pintor insuperable entre sus pares de Francia y Europa. Durante un período de tiempo relativamente corto visitó Inglaterra, donde entró en contacto con el círculo de artistas y escritores que cultivaban un romanticismo diferente, sobre todo en el tratamiento de los paisajes. También conoció algunos países del norte de África, que lo fascinaron por su luminosidad y exotismo.
Su cuadro La muerte de Sardanápalo fue presentado en el Salón de 1827, y rechazado de plano por el Estado francés debido a la violencia de la escena, a pesar de la belleza y el lirismo con que Delacroix la representó. No obstante el fiasco económico que ello supuso, la obra fue considerada como el manifiesto del Romanticismo en pintura.
Cuatro años más tarde, superada la revolución de 1830 que intentó restaurar el absolutismo monárquico, el Estado volvió a caer rendido a los pies de Delacroix gracias a su obra más conocida: La libertad guiando al pueblo, un símbolo para todas las revoluciones por venir, en cualquier lugar del mundo.
La obra de Eugène Delacroix abarcó desde los temas mitológicos e históricos hasta retratos, escenas intimistas y algunas incursiones en la temática religiosa. La expresividad de sus personajes, representados en medio de una atmósfera donde se mezclan lo fantástico y lo macabro con un sutil erotismo, lo convirtieron en el paradigma de pintor romántico.
Su gusto por las obras de gran formato lo convirtió en un atractivo ineludible para quienes visitan el Museo del Louvre y quedan fascinados por las notas lúgubres, las vorágines humanas y la emoción que palpita en cada acontecimiento representado.