LA HABANA, Cuba, mayo (173.203.82.38) – Le dicen Santico pero no es bendecido por los dioses ni se apellida Santos, sino Periche. Solo él, los parientes cercanos, el jefe de personal del paradero de ómnibus del Cotorro, y la abogada que lo representa en los juicios por escándalos conyugales, saben su nombre, la edad y sus trágicas historias amorosas.
Santico parece un hombre sin edad, aunque oscila entre 45 y 55 años. Es negro, alto, delgado, carismático para algunos e insoportable para quienes comparten con él en los bares de mala muerte y en las fiestas de socios del Cotorro, San Francisco, Diezmero y otros barrios del sudeste de La Habana. A veces sorprende con su nivel de información sobre las ruinas de Machu Pichu y detalles acerca de sus viajes en barco por México, Panamá, Colombia, Chile, Islas Canarias, España, Francia y Japón, sobre cuyos puertos, mercados y costumbres revela aspectos atractivos a los interlocutores.
Sus mejores años los pasó en el mar, antes de que el gobierno cubano vendiera los buques mercantes y él, como tantos marineros, se quedara en tierra, sin alas para volar ni oportunidades para ganarse la vida decentemente. Entonces comenzó su cuenta regresiva. Vendió casi todo lo que poseía, dejó de vestir a la moda, la mujer lo abandonó, la elegancia y el buen ron pasaron al rincón de la memoria, mientras los amigos abandonaban la isla o se distanciaban poco a poco.
Santico ya hablaba la jerga de solar y gesticulaba como humorista enamorado del sentido musical de las palabrotas. La jerga lo acompaña aún mientras conduce los ómnibus ruteros que van del Cotorro a Guanabacoa, la Virgen del Camino, Managua o Santiago de las Vegas; faena que complementa con las ventas a domicilio de cuantas mercancías les ofrecen sus aliados del día a día.
Pero sus problemas esenciales no radican en el trabajo, las bebidas alcohólicas ni en los pregones callejeros, sino en los conflictos con las mujeres que ama, pues no sabe terminar en paz las relaciones de convivencia. Como casi todas practican la santería, él, durante las discusiones o reconciliaciones frustradas, arremete contra los santos, orishas y guerreros de las mujeres, lo cual da pie a su apelativo y a denuncias por daños a bienes religiosos.
La última vez que fue juzgado, Santico el santofóbico le contó a su representante legal que al separarse sospechaba que ella tenía una nueva relación, por lo que llegó al lugar solapadamente, simuló un fuego en los alrededores y, al salir los convivientes, entró por el fondo con una tijera, le hizo trizas la trusa que le regaló para que no fuera a la playa con su rival y, de paso, se llevó la ristra de ajo, el mazo de cebollas y aprovechó para romper los santos que descansaban en el altar.
Se desconoce de dónde le nace el odio contra los dioses paganos, y ha devenido representante involuntario de la Santa Inquisición, sancionado por daños espirituales y por el robo de ajos y cebollas comprados por él.
No en vano, tras analizar sus fobias, la abogada le preguntó: “¿Qué vas a hacer si al volverte a separar no existieran santos en la casa de tu ex mujer para que los rompas? En ese caso, supongo que te arrepientas y respetes su decisión”.