LA HABANA, Cuba, marzo, 173.203.82.38 -Ser ilustrado no es exactamente lo mismo que ser culto. La ilustración puede incluso negar lo culto en lo que éste tiene de mera estética del saber. Cuba está llena de hombres y mujeres cultos que se niegan a las tres premisas esenciales de la ilustración: nada es sagrado, todo es criticable y la razón es la herramienta.
En eso estamos con Venezuela. Ser ilustrado es esto: desacralizar, criticar y razonar. Ser culto puede ser esto otro: contemplar, adorar y amar la cultura por la cultura misma. Recordemos que una relación perfecta entre cultura y anti ilustración la tuvimos en la Alemania nazi. Porque a fin de cuentas, la ilustración es el único concepto del saber que está al alcance de las mayorías. Lo culto es y ha sido siempre cuestión de unos cuantos.
Pero lo peor sobreviene cuando la ausencia de ilustración se combina con la negación de la propia cultura. Un pueblo religioso, como parece ser el venezolano, se suponía que solo adorase a dios o a los santos de cualquiera de las religiones que practica desde el fondo de su historia y tradición. Colocar a un hombre en el lugar del dios padre, un hombre que a diferencia de Cristo no quería morir, es una triste revelación de que en Venezuela se repite, en el siglo XXI, el fenómeno de Evita Perón en el siglo XX: la sustitución de la política por la idolatría.
Un fenómeno que nada tiene que ver con la construcción de un modelo emancipado de bienestar, menos a la izquierda —los pobres que heredó Chávez siguen ahí—, o con la soberanía de las naciones —la intromisión del gobierno de Cuba en Venezuela destroza burdamente su soberanía—, ni tampoco con las nuevas religiones políticas asociadas al republicanismo cívico —la burla de una Constitución bíblica, hecha a la medida de alguien que jugaba a Dios, no ha podido ser más grosera.
La de Venezuela es una democracia asustada. En un tipo de democracia así, la ley se interpreta siempre a favor del poder, las instituciones dependen de la interpretación de la ley y los ciudadanos se vinculan al poder sin necesidad de que medien ni la ley ni las instituciones.
Frente a estas circunstancias, los demócratas llegan con susto a la noche y se despiertan con susto en la mañana. Puede que al levantarse se encuentren con que todo está normal. La ficción democrática se mantiene en pie y circula la diversidad política con la fluidez necesaria como para que los bandos crucen sus opiniones en un ambiente de tensión controlada. Pero puede que al ir a la cama, ignoren que se fragua el embalsamiento de alguien que llegó al poder por el voto político de la mayoría, no por el voto seglar de unos electores feligreses.
La discusión regresa a los términos que caracterizan a las bajas teocracias políticas de las que no se tienen noticias ni siquiera en el Medio Oriente. Y reflejan muy bien los límites de las democracias electorales, independientemente del grado de ilustración política en las distintas naciones.
Venezuela resulta ser una de esas naciones de baja ilustración política. Está en el mismísimo punto en el que estaba Cuba en 1959, momento en el que a la mayoría de los cubanos se les ocurrió relegar a los dioses verdaderos para priorizar a un dios-hombre más cercano, que hablaba todos los días.
Cuando en la década del 70, del siglo XX, se mencionaba a Venezuela en los mentideros políticos y académicos, como un referente democrático, en condiciones de ayudar incluso a la transición española, había en ello algo de exageración mediática y de interés de las elites en contrastar un oasis de democracia débil en medio de unas dictaduras que se fraguaban a derecha e izquierda.
Obviando que Venezuela llega a la democracia en la década del 50, del siglo pasado, después de una dictadura fuerte como la del dictador Pérez Jiménez, la tendencia de los comentaristas es la de colocar el énfasis, siempre que se pueda, y cuando no también, en la rotación del poder entre los partidos —la llamada circulación de las élites— y en la elección entre una pluralidad de candidatos, para determinar si una sociedad es o no democrática.
Si la democracia es el poder de las mayorías, la conclusión primaria es que democracia se confunde y se concreta en las elecciones. La cuestión parece reducirse al proceso periódico de refrescar a la mayoría y de certificar su legitimidad con ciertos cambios de rostros y de tendencias políticas en el poder. Con ese criterio, Cuba es casi una democracia, limitada por el hecho de que no hay circulación entre élites sino dentro de una misma élite.
¿Se reduce la democracia a su tipo electoral? No. Y no debería serlo. La llegada del grupo Hamas al poder, en Palestina, y de Hugo Chávez, en Venezuela, tendría que haber sido suficiente para darle un vuelco a toda la teoría y al pensamiento políticos a favor de considerar democracias solo a las democracias fuertes, dejando al resto como países en transición hacia la democracia.
Donde no hay ciudadanía ilustrada, la que no confunde el lugar de los dioses con el de los hombres, no abandona la crítica del poder ni la razón como guía; donde no hay separación y autonomía en el ejercicio del poder ni Estado de derecho legal, y donde la dotación mental antidemocrática no se encuentra con una serie de compuertas que desvían y debilitan sus letales consecuencias para los ambientes de tolerancia que exige la convivencia entre diferentes, no podemos hablar de democracia fuerte, ni de democracia a secas.
Las democracias fuertes demandan otras cosas más, entre ellas la deliberación ciudadana, pero parece suficiente notar su presencia allí donde los demagogos tienen serias dificultades para alcanzar el poder.
Los sobresaltos antidemocráticos en América Latina responden a esas debilidades, que no son fáciles de resolver, pero que no deberían ser ocultadas tras la sublimación del voto electoral. Desde Hitler, se sabe que también se pueden elegir fascistas.