LA HABANA, Cuba, julio (173.203.82.38) – Las autoridades del Instituto de Planificación Física se han caído de la mata con un desvelo que da grima. Dicen que les preocupa la mala imagen que por culpa de los trabajadores por cuenta propia podría ofrecer hoy La Habana. Y les inquieta, dicen, la agresión al orden y al buen gusto en que suelen incurrir estos hombres y mujeres con sus timbiriches armados como Dios pintó a Perico.
En una ciudad que a lo largo de los últimos decenios ha estado marcada por el despelote urbanístico más delirante y por una fealdad que terminó enquistándose en las paredes, en las calles y en el aire, como la radiación nuclear, habría que esforzarse mucho para asumir con seriedad este tipo de enunciado.
Hace poco tiempo, los propios medios oficiales de información reportaron la existencia de unas 46 nuevas villas miserias distribuidas a lo largo de la periferia habanera. Esta cifra representa el doble de las que se conocían en 1958.
Por si los escrupulosos del Instituto de Protección Física no lo saben, por no haber entrado nunca a una de tales villas miserias, se les recuerda que mayormente están conformadas por chozas de piso de tierra, que se construyen con materiales recogidos por sus moradores en los basureros: pedazos de latón, tablas podridas, residuos de hormigón, de tela y otros materiales en desecho.
De cualquier modo, ya que se han propuesto velar por la imagen urbana, no sería ocioso que se dejen caer por una de esas villas, pongamos, Las Piedras -enclavada en el municipio de San Miguel del Padrón-, donde no hay calles, sino caminos de fango hasta los tobillos, y donde abundan las aguas podridas, pero no hay tuberías con agua potable para unos dos mil paisanos, los que tal vez dispongan de poco tiempo y aún de menos recursos para embellecer su entorno.
Es posible que, como suele ocurrir, a los de Planificación Física no les preocupe tanto la periferia, sino el centro de la capital, por estar más al alcance de la vista del turismo extranjero. En tal caso, se les recomienda que se adentren en el mismo corazón de La Habana Vieja, donde hay unas once mil ciudadelas, que es el nombre bonito de las cuarterías y solares, donde se apiñan, hacinadas, 7 u 8 personas por habitación, donde los servicios sanitarios son colectivos y escasos, al igual que los lavaderos y a veces las cocinas.
Sólo en Atarés, que alinea entre los más pequeños barrios capitalinos, hay unas seis mil ciudadelas. Y en Cayo Hueso, una porción del municipio más céntrico, Centro Habana, se amontonan doscientas en menos de un kilómetro cuadrado. Quien no las haya frecuentado, no tiene idea de lo que es una mala imagen urbana.
Estos y otros cientos de solares y cuarterías, cuya lista resulta demasiado extensa, unidos, además, a los tenebrosos albergues de gente que perdió el hogar por derrumbes, y a las posadas convertidas en tristes desagües urbanísticos, nos muestran hoy el paisaje más acabado y fidedigno de La Habana.
Por más que no estén previstos en ningún recorrido turístico. Probable razón por la que sus desórdenes y fealdades no constituyan prioridad en los planes de acción tan exquisitamente planificados ahora por el Instituto de Planificación Física.
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