LA HABANA, Cuba, enero, 173.203.82.38 -Calvert Casey ha regresado a Cuba en un libro de Jamila Medina Ríos que ganó el pasado año el Premio de Ensayo Alejo Carpentier y que marca un hito en la teoría literaria nacional: “Diseminaciones de Calvert Casey”.
Su joven autora dice que lo escribió, más que como un ensayo, como si fuera una novela detectivesca. Y no es para menos. Hasta ahora, el misterio ha rodeado a Casey. La cultura oficial ha ocultado a un escritor “raro” que no se sabe con exactitud si era cubano o norteamericano -nació en Baltimore, de madre cubana y padre de origen irlandés-, fascinado por la muerte y que para colmo, en plenos años 60, tartamudeaba su homosexualidad a los cuatro vientos.
En Cuba sólo quedó el libro que publicó en Ediciones R, y algunos bien escondidos números de Lunes de Revolución. Y sus inquietantes cartas, demasiado tristes, comprometedoras y revulsivas de algunas malas conciencias. Algunas de ellas fueron vendidas a la universidad de Princeton por escritores que en los años más duros del Decenio Gris no tenían dinero ni para comer. ¿Quién podía imaginar que un día los rehabilitarían y hasta recibirían el Premio Nacional de Literatura?
Por aceptado a regañadientes que fuera por los hacedores del canon literario, cómo no iba a ser demasiado perturbador alguien capaz de escribir algo como “En San Isidro” (¿cuento, poema en prosa, oratorio?): “En la última hora, madre mía, padre San Isidro, sublime maricón desdentado, deposítame tumefacto y podrido en las aguas que te han asignado en la vieja bahía, para poder lamer mucho tiempo tu viejo costado purulento, con los detritus y con los peces muertos.”
Los que lo conocieron recuerdan a Casey como un tipo tímido, flaco, pálido, medio calvo, con gruesos espejuelos de miope y varios tics nerviosos. Según Guillermo Cabrera Infante, algunos de sus amigos lo apodaban La Gaguita. Gustaba pasear por los cementerios y vivía en la calle Oficios, en la Habana Vieja, con Emilio Castillo, un amante mulato que lo inició en la santería.
Fue a carenar a la Casa de las Américas cuando cerraron Lunes de Revolución. La Habana sometida a la corrección político-ideológica era mal sitio para gente como Calvert Casey. Se fue a Europa en 1966, aterrado por la cruzada homofóbica y la instauración de los campos de las UMAP.
Nunca se sintió seguro con los cuentos y ensayos que escribió. Sólo terminó una novela, “Notas de un simulador”. El manuscrito inconcluso de “Gianni, Gianni” lo tiró al río Tíber luego de una pelea con su atormentado efebo italiano. Sólo quedó un capítulo, escrito en inglés, Piazza Morgana. Según Antón Arrufat, es “uno de los grandes textos que un cubano ha escrito sobre el amor”. En él, Casey describe su viaje por el organismo de Gianni:
“Pudiera escribir interminablemente acerca de mi paseo…las más extrañas criaturas, mitad animal, mitad vegetales, que se abren y se cierran, degeneran y regeneran, se destripan en suicidios masivos, sólo para trocar sus fragmentos y reunirse segundos más tarde…Me dejo abrazar por el billón de criaturas que pululan a través de mí, que se aglomeran en el espeso jugo por el que nado en silencio. Escogí una al azar, tal vez la más atractiva, tal vez la más horrenda y dejé que me atrapara y me tragara, como un corpúsculo devorado por un glóbulo blanco. Qué infinita quietud, qué paz…No hay otra palabra. La he encontrado en lo más hondo. Esto anula y borra años de exhaustiva e inútil búsqueda. Soy feliz. ¡Al fin!”
Pero Gianni, como Cuba y la revolución, resultó otra decepción. Y Calvert Casey exigía demasiado de la vida. Lo encontraron muerto por una sobredosis de barbitúricos el sábado 17 de mayo de 1969 en su apartamento de la calle Gesú e María. Sus restos descansan en un osario de Campo Verano, en las afueras de Roma. Seguramente hubiera preferido un cementerio habanero, el de Guanabacoa, por ejemplo.