LA HABANA, Cuba, Julio, 173.203.82.38 -El 28 de junio, mi hija Claudia ha cumplido veintidós años, y es la decimosexta ocasión consecutiva en que no pude regarle un cake, ni darle un beso, ni premiarme con su compañía.
En 1995, tomé la decisión de transferirle a la madre la custodia de mi hija, con apenas cinco años de edad, para que viajara a los EEUU. Un desprendimiento muy doloroso, que me impuse como alternativa para un mejor futuro para ella.
Mi memoria conserva aquella triste despedida, en la madrugada del cuatro de junio. Desde entonces he tenido que seguir su desarrollo a través de fotografías, que llegan cada cierto tiempo.
Es increíble que en la época de la interconexión en todo el mundo, una distancia tan corta, como la que hay entre La Habana y Miami, sea un muro inquebrantable para cientos de miles de padres e hijos, hermanos, tíos y amigos, quienes a veces pierden todo tipo de contacto entre sí, durante años incluso.
El debate sobre este tema es pan cotidiano en Cuba. Te lo puedes encontrar en cualquier esquina, en la bodega, en la lechería o en un hotel, donde siempre habrá muchas y variadas historias relacionadas con el doloroso tema de la separación de las familias.
Conozco el caso de un mellizo de Pinar del Rio, residente en La Habana, quien, durante 10 años, no supo de su hermano, que en el 80 se fue por el puerto del Mariel. Al verse imposibilitado de contactarlo en el exilio, decía: “No se acuerda de la familia, ni siquiera de mí, aun siendo jimagua. Se tomó la Coca-Cola del olvido”. A cada turista que conocía, el mellizo le daba los datos de su hermano, con la esperanza de que le averiguara qué rumbo había tomado.
Tras largo tiempo sin verlo, lo encontré hace poco en el hotel Habana libre. Le pregunté si había sabido de su hermano mellizo, y me contó: “Después de quince años perdido, vino a Cuba, me trajo ropa, dinero, le compró a nuestra madre un televisor, DVD y un montón de cosas más. Estuvimos vacilando en Varadero, Cayo Coco y Pinar del Rio, pero el muy cabrón, volvió a perderse. Hace tiempo que no llama por teléfono, ni escribe, aunque recientemente le mandó un dinerito a la vieja”.
Esta historia es diferente a la mía, pero ambas reflejan el trauma por la ausencia de un familiar.
También estuve varios años sin conocer el rumbo de mi hija Claudia. Eran los primeros años de su llegada a EEUU, y regularmente, en ese período se cambia mucho de dirección. Casi me vuelvo loco, pero gracias a Dios y a un amigo, pudimos reanudar nuestros contactos, que se mantienen, vía email, cuando amigos me permiten accede a ese servicio. Ojalá Dios permita que esté junto a mi hija cuando cumpla los 23 años.