LA HABANA, Cuba, junio, 173.203.82.38 -A pesar de la imagen de apertura que las autoridades cubanas pretenden ofrecer del trabajo por cuenta propia, cualquier observador medianamente informado advierte que se trata de una actividad que transita por un sendero cuajado de espinas.
Los trabajadores por cuenta propia deben afrontar los altos impuestos, la no existencia de un mercado mayorista donde adquirir sus insumos y materias primas, los vericuetos de una Declaración Jurada de ingresos personales al final del período fiscal— con el probable desembolso de una cantidad de dinero adicional—, así como la faena no siempre honesta de los inspectores de la Oficina Nacional de Administración Tributaria (ONAT), el Ministerio de Trabajo, y Salud Pública en el caso de los elaboradores de alimentos.
Y los cuentapropistas han de vérselas además con un enemigo aparentemente más sutil, pero no por ello menos peligroso: aquellos que conservan la mentalidad del pasado, que se oponen a los cambios, y que, en el caso específico que nos ocupa, no piensan en cómo crearles las condiciones a los trabajadores por cuenta propia para que provean de más bienes y servicios a la población, sino en la manera de controlarlos mejor.
Un ejemplo de lo anterior es la carta del lector L. A. Toledo Fontanar, publicada en el periódico Granma en su edición del viernes 1 de junio. En el texto de la misiva se hace énfasis en la importancia de la recaudación de los impuestos, así como el combate contra el desvío de recursos, el trabajo ilegal y la corrupción. Hasta ahí no habría mucho que objetar al lector de marras. Mas ya al final de la carta, y al referirse al daño económico que le ocasiona al país la sub declaración de ingresos por parte de los cuentapropistas, el lector escribe lo siguiente: “¿Están nuestros sistemas de control “afilados” para detectar estas y otras desviaciones que hagan innecesario recurrir a nuestras organizaciones en el barrio?”
Es decir, que si no fueran suficientes los cuantiosos medios de fiscalización y control con que cuentan las instancias gubernamentales de la isla, se podría acudir a las organizaciones del barrio, en clara referencia a los Comités de Defensa de la Revolución, la Asociación de Combatientes de la Revolución Cubana, o hasta las brigadas de respuesta rápida, todas las cuales estarían prestas a poner “orden” de inmediato en el trabajo por cuenta propia.
No sería de extrañar que el firmante de la carta hubiese formado parte del contingente de cientos de miles de interventores que en 1968, en el contexto de la tristemente célebre “Ofensiva Revolucionaria”, no dejaron el menor vestigio de actividad económica privada en Cuba, bajo el supuesto de que solo la propiedad estatal era compatible con la construcción de la sociedad comunista. El resultado de tamaña locura no se hizo esperar: apenas dos años después era casi imposible encontrar, en una urbe como La Habana, un simple refresco con que saciar la sed de un caminante.
Claro, podrían pensar algunos, la carta refleja la opinión de una persona. Pero el hecho de que el órgano oficial del Partido Comunista se haya hecho eco de ella, nos lleva a pensar que esas acciones a nivel de barrio se hallan aún en el arsenal de los cavernícolas de línea dura en el aparato de poder.