SANTIAGO DE CUBA, Cuba, agosto (173.203.82.38) – La procesión salió de la Catedral de Santiago de Cuba, frente al Parque Céspedes, donde se agrupaban miles de ciudadanos. Avanzó por San Pedro buscando el Paseo Martí. El féretro con los restos mortales de Monseñor Pedro Maurice, fue depositado en el carro fúnebre.
Como se aproximaba el mediodía, los presentes combatían el inclemente sol de julio con sombrillas, paraguas, sombreros y cuantos artilugios sirven para protegerse, pero no se movían de su lugar. Rendían postrer tributo al maestro y amigo, fallecido una semana antes en Miami.
Cientos de personas llegaron, desde la noche anterior, a la Catedral, a acompañar los restos mortales del servidor público, de esencia espiritual, autor de aquel trascendental discurso que desentumeció a la nación, durante la visita del Papa Juan Pablo II, el 24 de enero de 1998, cuando el pueblo los interrumpió trece veces para aplaudir el texto de dos cuartillas.
Nicolás Castillo describió a Pedro como un hombre que “dedicó cada minuto de su vida a todos, a los niños, a los enfermos, a los presos, a las madres, ancianos y a cuantos necesitaron de él, que oró desde sus predios por la recuperación de la familia cubana“.
El Padre José Conrado escribió, recordando las palabras de Pedro Meurice cuando la muerte del obispo Pérez Serantes: “Ha muerto el obispo valiente, ha muerto el obispo santo”.
Cientos de cubanos viajaron a Santiago para rendir honores al hombre del espíritu y de Dios. No importó que los autobuses de la empresa Astro se rompieran en el camino, o que algún otro demócrata fuera detenido por la policía. Todos iban a Santiago. La eterna rebelde.
Entre tanto cubano digno destacaban la Dama de Blanco Laura Pollán y José Daniel Ferrer, del Grupo de los 75. Radio Martí trasmitía en directo las honras fúnebres, y entrevistaba a los presentes Luis Felipe Rojas, Raudel Ávila y Reinaldo Escobar, entre otros comunicadores, que fueron describiendo lo que sucedía. A las nueve de la mañana comenzó la misa, de cuerpo presente. Entonces el silencio se apoderó de la ciudad y todos escucharon la voz del amor y la piedad.
De cerca, la policía política vigilaba el cortejo. Se movían nerviosos los agentes, a la espera de algún grito de libertad, sin saber que no eran necesarios los gritos; aquellos hombres y mujeres eran la palabra viva, recorriendo el camino de San Pedro una mañana de domingo.