LA HABANA, Cuba.- Parecería, por las tan cacareadas “fortunas” de nuestra historia más reciente, que habitamos una tierra dichosa, un país lleno de bienestares y victorias. Eso es al menos lo que trató de mostrarnos hasta hoy, y sin ningún recato, el discurso oficial. Nuestra peor enfermedad se hace evidente en esa retórica. Nuestros padecimientos se anuncian en ese cacareo incesante con el que se intenta hacernos creer, como pretendió Leibniz, hace ya mucho y tras el terremoto de Lisboa, que “vivimos en el mejor de los mundos posibles”.
Aunque pasaran más de tres siglos desde aquel desastre portugués, en Cuba se suceden montones de fenómenos deformes, y perdónenme la redundancia, que despiertan esa vocación de encubrimiento que exhibe con desfachatez el gobierno de esta isla. Sin dudas abundan en Cuba los encubridores que no siguen al mejor Leibniz; algunos son los cubanos capaces de encubrir nuestros “terremotos”, esas desgracias que se ocultan para mostrar en su lugar un bienestar que no existe más que en sus cabezas, en sus casas, y lo peor es que todavía hay muy pocos Voltaire que intenten denunciar, como hizo el francés cuando escribió Cándido o el optimismo, estas tonterías. Sin dudas lo mejor en Cuba es hacer una lectura en reverso.
Tonteras y necedades nos alejan cada día de la verdad; irresponsabilidades y descaros hacen que hoy demos aplausos a lo que no debemos, o al menos no de la forma en que lo hacen algunos, y peor ahora que acaba de derogarse la política de “pies secos, pies mojados”. Muchos son los aplausos que ofreció la televisión nacional desde que se diera la noticia, pero otra cosa estuvo sucediendo en las casas, en la calle, y en la cabeza de los cubanos más vulnerables. Por mucho que le explicaran, por mucho que atendiera a las noticias, Rosa no deja de llorar.
Resulta que esta mujer acaba de enterarse de que su hijo y su nuera no podrán llegar, como querían, a los Estados Unidos. Y su nieto no podrá nacer en ese país como habían pensado. Ellos lo perdieron todo; vendieron la casa y cuanto tenían dentro. Únicamente se llevaron algunas muditas de ropa y el dinero que les dieron por la casa, el que fueron gastando en el trayecto. A Yanira le fue creciendo la barriga que acariciaba a toda hora, porque ahí estaba su hijo, quien ella creía iba a ser ciudadano de ese país del Norte. Ahora ni siquiera sabe en que lugar esté cuando comiencen los dolores que anuncien la llegada de su hijo. Su abuela reza para que ocurra un milagro, para que el niño vea la luz en el “Yuma”, y, si no queda otro remedio, que sea al menos mexicano.
Ahora todos temen a la repatriación, y Rosa dice, desde La Habana, que es muy injusto. Ella cree que debieron anunciar lo que se haría, que debieron poner una fecha tope. Tiene la certeza de que eso se estaba “cocinando” desde hace rato, y sueña con que esa decisión de Obama sea revocada y que los suyos puedan entrar a Estados Unidos, y se molesta con el beneplácito que muestran algunos frente a las cámaras de la televisión. Ella está molesta con quienes aprueban y se alegran con la decisión. Rosa se pregunta por aquellos que están en el mar y que no tienen idea de lo que les espera, incluso si es que pueden poner sus pies mojados en territorio norteamericano.
Rosa, y yo también, cree que no hay nada mejor que vivir y morir en el lugar en el que se nació; pero también tiene la certeza de que a veces no hay más remedio, que en muchas ocasiones no hay otra salida que no sea escapar, pero lo más terrible es cuando esa última puerta se cierra para siempre, cuando el escape no es más que una utopía. Ella me cuenta que desde que se enteró encendió velas por toda la casa con la esperanza de que esa luz ilumine el camino de los suyos, que los santos de los que es devota los ayude a todos, a su hijo, a su nuera, al nieto que está por llegar, a todos esos cubanos que están varados en algún lugar sin conocer cual será su futuro.
Y me duele decirle que no se haga falsas ilusiones, y no le digo que se contente con el hecho de que al menos están vivos. No es lo que ella espera escuchar, y no seré yo quien le haga perder las esperanzas. Ella seguirá implorando y poniendo velas por toda la casa. Ella seguirá esperando el milagro, ese que añoran muchísimos cubanos; todos esos que están varados en una tierra que no es la suya, y muchos también que continúan en Cuba y que esperaban el mejor momento para escapar.
En la isla, el discurso oficial arremete contra esa ley, pero jamás cuenta porque son tantos los cubanos que veían en ella su única esperanza. Las infinitas deficiencias de este gobierno, obliga a sus ciudadanos a tomar decisiones que muchas veces los lleva, literalmente, a naufragar. Son muchos los que prefirieron navegar sin rumbo antes que perder sus esperanzas.
A los cubanos nos dictan una política que no decidimos y además se nos exige una respuesta homogénea de vivas y socialismo o muerte; debe ser por eso que no son pocos los que prefieren la muerte, cuando lo más importante, sin dudas, es vivir. Ocupar todo su tiempo en vivir debía ser el único camino de todos los hijos de esta isla, pero la realidad es otra.
Rosa, y los suyos que ahora están en ese limbo y en espera del milagro, deberían saber, y quizá hasta lo saben, que la supervivencia de un pueblo depende de sus ciudadanos, pero han tenido que ocupar mucho de su tiempo en esas rememoraciones que hace el discurso oficial en el que se habla de un presente de gloria y de un pasado denigrante que, por cierto, no ha podido revocar.
La política no puede reducirse a la perorata frívola, y los políticos cubanos debían tener conciencia de que cada día se cometen idénticos errores y que se olvidan las verdaderas necesidades de los habitantes de esta tierra, haciéndoles pagar las secuelas de su insuficiencia. Un país no se hace con monsergas, y todos somos culpables de la ausencia de un plan verdaderamente integrador. Ojalá se junten en algún momento los gritos aislados y se vuelvan uno solo. Eso sería bueno. Eso quizá conseguiría que muchos cubanos dejen de pensar en el viaje como única solución.
No son las leyes que promulgan los vecinos, las mismas que desactivan luego, las que tenemos que denigrar. No son esas leyes las que nos hacen daño. Lo más importante es mirarnos, abandonar esa levedad que impide que nos entendamos. Debemos opinar definitivamente que no vivimos, como pensaba Leibniz, en el mejor de los mundos posibles. Pasaron más de tres siglos y el discurso oficial cubano sigue creyéndolo, sin reconocer que muchos de sus hijos prefieren la muerte en el mar, a seguir viviendo en la inopia. Ojalá se entienda de una vez y por todas que las calamidades nunca llegaron acompañadas de optimismo. Si son tantos los que sueñan con largarse en porque las cosas están muy mal, y la política de “pies secos, pies mojados” no era la culpable.