LA HABANA, Cuba. -Como sucede todos los años, la Fortaleza de la Cabaña se colma de habaneros que acuden a una nueva versión de la Feria Internacional del Libro. Los medios de difusión promocionan el evento hasta el cansancio, y se refuerza el servicio de transporte público hacia ese sitio. Sin embargo, no todas las personas regresan satisfechas tras la visita a la Feria.
El pasado viernes 13 en la mañana, primer día de apertura al público de la Feria, ya afloraron algunos inconvenientes que disgustaron a no pocos amantes de los libros. La falta de fluido eléctrico retrasó la apertura del Pabellón Central, donde se comercializan, por lo general, los textos más demandados. Ello provocó una cola de más de un centenar de personas, quienes debieron aguardar varias horas bajo el sol.
Uno de los visitantes que no quiso incorporarse a la cola exteriorizó su decepción: “Debí imaginar que esto fuera así. Estas gentes mantienen todo el año las librerías sin libros que valgan la pena, y después sacan un ‘buchito’ de ellos aquí en la Feria para que la gente se mate por conseguirlos. Miren, no se sabe lo que he caminado buscando la novela Herejes, de Leonardo Padura, o el ensayo que trata de los sucesos literarios de 1971, de Jorge Fornet. Pensaba hallarlos aquí en la Feria, pero al parecer me va a resultar muy difícil”.
“Mire amigo, cuando se anuncie la presentación de un libro, no falte a esa actividad. Después se pierde ese libro, y no hay quién lo encuentre”, le expresé al desalentado lector.
Otra de las Carpas destinada a la venta de libros se hallaba cerrada ese viernes en la mañana. Daba la impresión de que varios empleados ordenaban los títulos que serían ofertados al público. Más de una persona se preguntaba el porqué de que semejante labor no hubiese sido hecha antes.
Regresé a la Feria el lunes 16. Recorrí una de las calles principales de la Cabaña buscando algún pabellón que expusiera títulos de editoriales extranjeras, como la española Renacimiento, que tan buenos libros— y casi siempre asequibles al cubano promedio— había traído en años anteriores. Pero no encontré ese tipo de pabellón. Después de mucho caminar me topé, en calles secundarias, con algún que otro punto de venta que incluía a editoriales foráneas. En uno de ellos había dos o tres títulos acerca de la debacle comunista en Europa oriental. Sus precios, sin embargo, eran prácticamente inalcanzables para los posibles compradores.
Cuando me iba del recinto expositor me encontré con un ex compañero de estudios, al que hacía tiempo no veía. Estaba acompañado de su esposa y dos pequeños nietos. Los adultos saboreaban sendos vasos de cerveza, mientras que los niños llevaban en las manos algunos títulos de literatura infantil. “Bueno, ¿y qué haces por aquí?, le pregunté con cierta dosis de curiosidad, pues conocía que mi amigo nunca ha sido aficionado a la lectura.
“Nada, mi amigo, que como en este país no hay muchos lugares para llevar a pasear a los muchachos, y además la televisión nos aturde con la cantaleta de la Feria del Libro, no quedó más remedio que traerlos aquí. Pero, total, los muchachos no leen ninguno de estos libros. Llegan a la casa y los tiran en un rincón, y no se acuerdan más de ellos. Nosotros no venimos aquí por los libros, sino a farandulear”, me dijo. Y pensé que casos como este explican la contradicción que existe entre la masiva asistencia a la Feria del Libro, y el poco hábito de lectura de la población.
Ya de regreso a mi edificio, uno de mis vecinos emitió su criterio cuando salió a relucir el tema de la Feria del Libro: “Yo fui una vez el año pasado, y no pienso ir más. Parecía una Feria de gastronomía con algunos puntos para la venta de libros, y no estoy para hacer colas si encuentro algún libro que me interese. Y este año la cosa está peor, cuando quieren hacer pasar por escritores y poetas a los ‘cinco héroes’”.
Hacía alusión mi vecino a la presentación en la Cabaña del cuaderno de poesía Gaviotas Blancas del ex agente cubano Ramón Labañino.