GRANMA, Cuba – La vida actual de los presos en los campamentos de corte de marabú y producción de carbón es poco conocida. Casi siempre están ubicados en lugares distantes y solitarios, y por lo general no permiten la visita de familiares para evitar que se conozcan las verdaderas condiciones de vida de los reos que allí laboran.
En la provincia Granma existen varios de estos campamentos. Allí llevan a trabajar a algunos reclusos de las Prisiones Provincial y Municipal de Bayamo, conocidas como “Las Mangas”, “El Típico” de Manzanillo y la Prisión de San Ramón. Testimonios de familiares, entre ellos la madre de uno de los presos, fueron fuente inspiradora para revelar qué ocurre en uno de esos campamentos.
Declaraciones de algunos presos durante una visita al Campamento de Reclusos de Guasimilla, en el municipio granmense de Bayamo, trasladados allí desde la prisión Provincial de Las Mangas para cumplir con parte de su castigo, desempeñándose como carboneros, ponen al desnudo la lamentable historia de dolor y esclavitud moderna que viven a diario. Aprovechando la escasa vigilancia, cuentan sus infortunios solicitando de forma unánime el anonimato, por temor a represalias.
Las condiciones del campamento son pésimas y el trabajo duro. El dormitorio es una nave rústica con piso cóncavo de tierra, que en los días de lluvia se convierte en un lodazal. Según comenta uno de los que allí viven, “los momentos más felices que he tenido aquí son cuando estoy dormido, porque es la única manera en que puedo escapar del sufrimiento que vivo”.
Un viejo cortador dice: “esto parece un quimbo, tiene las paredes de palos de marabú y el piso de tierra. Aquí es donde dormimos, las camas y el bastidor también son de marabú. No es fácil dormir, pero el cansancio te vence y acomoda’ito ahí duermes un poco; estamos en condiciones adversas aquí, pero luchando a ver si nos ganamos los cinco días de pase”, y agrega, “pero sin mocha y sin hacha, ¿qué mierda me voy a ganar? Así no salgo nunca de aquí”.
Algunos prefieren hacerse una pequeña tienda buscando privacidad. El cocinero, nos muestra una y, como dando una fórmula secreta de arquitectura confiesa: “Esto se hace con cuatro horcones y un poco de palos y sacos. Tiene que quedar bien forra’o, porque tú sabes cómo son los presos; adentro se le hace una camita de palos y un espacio donde poner las cosas y arriba yagua, yerba o lo que aparezca; lo tapas con un nailon amarrado y ya”.
“Están malas, pero es mejor que la nave”, continúa su descripción el preso. “Allá la lluvia y el frío no dejan dormir, los mosquitos parecen abejas y son nubes de ellos, aquí por lo menos tienes privacidad y esos sacos te protegen del viento y la lluvia”, y señalando los huecos del techo de paja añade: “por ahí se mete el agua cuando llueve pero se moja menos que la nave”.
La salud de estas personas es preocupante. En el campamento no hay enfermería, transporte, ni personal médico, a pesar de estar distantes más de tres km del poblado cercano. Cuando ocurren accidentes, heridas, desmayos, pinchazos o dolencias, según la gravedad, es decisión del soldado a cargo si el reo se traslada o no, si recibe atención médica. Los casos de urgencia deben ser trasladados a pie y cargados en hombros hasta el poblado.
Todos coinciden con la mala calidad y cantidad de alimentos, el agua salobre y la inexistencia de condiciones de trabajo y medios de seguridad. Un cortador joven señala un frondoso campo de marabú y explica, “Ese es nuestro centro de trabajo (…) Es duro, ni a mi peor enemigo se lo deseo, esto es de esclavos; pero desgraciadamente no somos libres”. Muestra sus manos callosas y agrietadas, mientras continúa: “mira como se ponen las manos, a veces sangran de tanto apretar la mocha, ya ni sentimos las ampollas por el día, pero en la noche arden y duelen que parecen estar acalambradas”.
El carbonero señala un horno y comenta, “ya este lleva dos días quemando, ayer terminamos muertos de cansancio, cargando tierra y yerba seca para tapar los boquetes que se les hacen. Quiera dios que llegue a la tonelada para ver si nos dan pase. Si no alcanza, ni pase ni visita”, se seca el sudor y sigue: “hace un sol que raja piedras, pero esto hay que estarlo velando día y noche y con el clima que haya”.
El amontonador de carbón cuenta que “al desbaratar el horno quedan carbones encendidos y el calor es infernal, esos rastrillos están muy abiertos y tienes que repasar tres o cuatro veces el mismo tramo para sacar todo el carbón posible y con una gente atrás apagándolo, porque si se consume pierdes una pila de días de trabajo”.
El que llenaba sacos interrumpió, “aquí estamos faja’os, ojalá esto dé más de 30 sacos porque si no, se nos jode el pase”, luego, mirando sus robustos brazos, negros como su suerte, agrega, “el polvito del carbón se te mete por los poros y pa’ quitarlo es un dolor, por mucho que te cubras se va para los pulmones y es una tosedera que no es fácil, eso no lo paga nadie, imagínate qué salud puede quedarle a uno después de dos años aquí”.
Según dos reclusos del campamento de Veguitas, entrevistados durante un pase, las condiciones son similares en todos ellos y sostienen que, al perder la libertad, han querido arrebatarles la vida arrojándolos al trabajo forzado y la esclavitud moderna. Sus familiares dicen haberse quejado a las autoridades, sin obtener respuesta.
Mientras tanto, ese carbón de marabú que tanto sufrimiento causa a reos y familiares se comercializa al exterior con gran demanda y aportando jugosas ganancias al país.
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