SANTA CLARA.- Lázaro Jesús González (1990) lleva dos años viviendo en Miami. Se graduó de Periodismo por la facultad correspondiente en la Universidad de La Habana en 2014, y posteriormente cursó varios talleres creativos en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños.
Como tesis de grado propuso Máscaras, documental biactoral sobre el transformismo en Cuba, mostrando lo que sería recurrente en su obra futura: la rala oposición de la comunidad LGBTIQ al machísimo contexto insular. Trabajo por el que obtuvo eminente puntuación.
¿Cómo nació tu vocación por el cine?
Creo que fue necesidad de mayor libertad, quizá también acto de tenacidad frente a las cuadraturas del periodismo. Antes de entrar a la Universidad, mi vocación era ser escritor, porque carreras optativas —finalizando el bachillerato en mi natal Pinar del Río— solo existían dos: Periodismo o Filología.
Desde la soledad del monte en que nací, la literatura se convirtió en máximo refugio, mi verdadero aliento hasta llegar a La Habana y descubrir otras posibilidades de expresión. En esos años de deslumbramiento guajiro con la vida cultural de la gran urbe (en tan pequeña ínsula), el teatro desempeñó rol fundamental, y poco después me fue absorbiendo el placer por la sala oscura, como un exorcismo (a lo Cabrera Infante) y escape de la realidad.
Dentro de la sala Chaplin, un estudiante venido de provincia que apenas podía reunir fortuna para un almuerzo decente, se olvidaba del hambre viendo ciclos de las mejores cinematografías de todas las partes del mundo… y así fui salvado.
Creo que hasta el sino trágico del elevador de F y 3ra —residencia estudiantil durante 5 años—, ayudó a definir intereses. Si vives en un piso 20 y el aparato casi siempre está roto, debes emplear tu tiempo en algo útil antes de irte a dormir.
Y, definitivamente, las penumbras fueron mis cómplices. En especial, las de esa esquina de 23 y 12, con las baratas pizzas del Cinecitá.
Creo que la necesidad de consumo hace al cineasta: primero, devorando obras como si fuera imperativo; y después, ir aprendiendo a nutrirse, encontrando maneras de jugar a ser creador y no morirse en el intento.
En mi caso hay un factor que no debo soslayar y es el aprendizaje que me dieron la crítica y la investigación, vertientes en las que podía incursionar también con las herramientas del periodismo.
Pude publicar en varios sitios culturales mientras fui estudiante y, de ese modo recibir algo de compensación (para quien comía de la manutención de su madre); pero sobre todo, especialización en el sector artístico. Esa fue otra manera de acercarme a la realización cinematográfica como antes lo hicieron archiconocidos como Truffaut o Godard.
Aunque siento que en Cuba determinados gremios ceban prejuicios al respecto y ven como extraña tal dualidad, en mi caso fui pasando sin traumas de un medio de expresión al otro.
Cuando estoy pensando una historia no me preocupa absolutamente asumir estéticas más cercanas al periodismo, pues al final los canales de exhibición definirán el producto.
Básicamente, los documentales que he realizado no gozan de presentaciones televisivas en Cuba como las obras apologéticas de la prensa oficial. Han sido menoscabadas, como la mayoría de las producciones hechas por jóvenes realizadores, entre pequeñas muestras, exhibiciones fantasmas, o lo que es muy preocupante: amplia repercusión fuera del país.
¿Tus trabajos anteriores incidieron en tu decisión de continuar con lo LGBTI?
Definitivamente, el muestrario sobre cultura LGBTIQ que conforma la trilogía Margot, Máscaras y Villa Rosa ha marcado mis intereses ideo-estéticos. No tengo temor a encasillarme en el cine queer (o cuir, para hispanizarlo) mientras sienta que haya cosas sobre ello que contar.
Algunos me han criticado con cuestionamientos: “¿Hasta cuándo vas a hacer obras sobre pájaros, si ya Mariela Castro ha oficializado ser gay?”… o acusado de apolítico por no centrarme en tópicos trillados como la miseria, la vivienda, el transporte o cualquier otro macro-tema.
¿Cuánto de ello por tu condición gay?
Insisto en definirme como cineasta queer. Me interesa continuar trabajando esa temática y no solo por ser gay. Siento que queda desperdigado mucho de la memoria LGBTIQ, por eso mis proyectos hasta la fecha han girado en torno a ello. Y, curiosamente, cada uno ha abierto paso al siguiente proceso, pues en cada caso me he ido percatando de hondos vacíos, incluso en “tiempos de cambio”. Por otra parte, supongo que es imposible no tener una sensibilidad gay sin convertirla en militancia pero desde el arte, no para contribuir a cruzadas políticas.
Lo veo también como un compromiso generacional, creo que nos toca escuchar y aprender de experiencias anteriores. Como me expresó Eloy Guzmán desde su condición de sexiliado cubano: “Hay que hablar de esto, para que otros no sufran lo que sufrimos nosotros”.
Esa aparente normalización es más peligrosa porque encierra la administración de la historia, un maquiavélico punto de fuga para incitarnos a mirar hacia otro lado. Tarea que el CENESEX cumple programáticamente y, por tanto, me incita a buscar aristas silenciadas por la institucionalidad.
Cada tema que investigaba me condujo a otro, así que no pienso el cine como encargo. Tampoco aspiro a cumplir con agendas de ningún tipo. Ha sido el propio desconocimiento, y mi deseo de indagar, motor impulsor en cada historia.
En el camino he ido descubriendo que resta mucho por desempolvar. Por ejemplo, si tanta apertura existe, ¿por qué no se habla de las UMAP y del Mariel? ¿Se mencionan acaso en clases de historia? ¿O por qué no aparece Conducta Impropia en las antologías del cine cubano en la Isla?
Son páginas ausentes y, por ende, se forman seres desmemoriados o viviendo entre lagunas.
Es curioso que yo haya nacido diez años después de la mayor expatriación de la historia y no supe de ello hasta después. En gran medida he conseguido una visión más holística de lo ocurrido por el intercambio con la diáspora, pues desde dentro hubiera sido muy difícil reconstruir hechos.
Pensemos, por ejemplo, que el documental mentado —que contiene invaluables testimonios—, o la autobiografía misma de Reinaldo Arenas continúan prohibidos. Y muchos de los documentos que pudieran necesitarse son inaccesibles o han desaparecido.
No perdería mi tiempo compilando citaciones policiales que obligaron a miles de personas a irse de Cuba simplemente por ser “diferentes”; ni intentaría conseguir un permiso para revisar la alacena audiovisual de los Estudios Fílmicos de las FAR en busca de imágenes reveladoras.
Obviamente, todo debe encontrarse de este lado, con lo que hayan podido salvaguardar de ese momento sus sobrevivientes. Aunque, quién sabe, en la apretada agenda de Mariela Castro exista espacio un día para incluir lo pendiente y responder a viejas cuestiones, precisando cifras.
Sobre Sexilio, tu empeño actual…
Todas las dificultades hacen que me dé más placer trabajar —aunque no provea dineros sino el propio bolsillo— en este proyecto llamado Sexilio, siguiendo el concepto creado por el académico Manolo Guzmán para identificar a las migraciones queer.
El punto de partida fue conocer a Eloy Guzmán —un marielito cuyo apellido con el de Manolo es pura coincidencia— quien actualmente reside en Vermont y está escribiendo sus memorias.
Su proceso de investigación paralelo al mío serán los ejes articulantes del discurso fílmico. En cuanto a motivaciones creo que lo fundamental fue notar cómo Eloy logró encontrar felicidad a pesar del desarraigo: el aliciente para aventurarme a buscar personas con historias similares. Quiero reflejar la gran ironía del poder maquiavélico, que queriendo destruir “sujetos indeseables” consigue mejorarles la existencia.
Y en ese punto suelen coincidir varias personas expulsadas de Cuba en 1980, directa o indirectamente: por diferir con lo heteronormativo.
Es decir, me interesa mostrar el empoderamiento caribeño imbricado dentro de la cultura y sociedad norteamericanas, para así desechar algunos estereotipos que prevalecen sobre los marielitos, desde ambas orillas.
Hay una gran tragedia de fondo que es insoslayable, pero quiero enfatizar más en la resistencia individual, qué tipo de identidades han impuesto los emigrantes cubanos y cómo han sido sobrevivientes de un genocidio que les marcó pero, al mismo tiempo, permitió realizarles.
Mis personajes están diseminados por diversas ciudades como Burlington, San Francisco, Nueva York y, por supuesto, Miami. Algunos son maestros que no pudieron ejercer en su país bajo la parametración, pero aquí fueron docentes hasta el final.
Otros lograron triunfar abiertamente en el arte del transformismo tras haberse entrenado en la clandestinidad, o tuvieron la oportunidad de recibir una cirugía de readecuación genital y erigirse en figuras claves dentro del activismo queer-latino en los Estados Unidos.
Hay músicos, pintores, escritores, figuras del modelaje que formaron parte y todavía pueden revelarnos sus bravas experiencias.
Cada uno de ellos, y los que aparezcan en el camino, serán esenciales en este bojeo a la identidad cubana de la diáspora donde yo mismo me siento protagonista como interlocutor, con ese pasado que me preocupa tanto como artista y gay. Me interesa mostrar, además, otros lazos identitarios que interconectan a estos testigos, más allá de exhibir a un victimario común.
Mientras he ido avanzando en el abordaje investigativo, he tenido la sensación de que toda una generación LGBTIQ y sus referentes culturales y preocupaciones sociales se extirparon de cuajo al partir del puerto habanero, para venir a florecer al otro lado del mar, muy lejos de disiparse.
Es como si hubieran borrado al bolero para implantar el reggaetón, hasta que una “loca” bien regia lo rescatara doblando a Olga Guillot o La Lupe.
Al mismo tiempo, he comprobado cómo aquella exclusa resultó bendita para muchos de los “distintos” nacionales hartos de persecuciones y demás atrocidades por las cuales el Gobierno ni ha ofrecido excusas hasta la fecha.
Por eso creo debemos luchar contra la amnesia, para encontrarnos a nosotros mismos.
Será mi próxima contribución con Sexilio.