LA HABANA, Cuba. – Intentando escribir estas líneas recordé mi ya lejana infancia. Vacacionaba con mis padres y mi hermano en Guanabo. Estábamos tan cerca de Boca Ciega que mi padre quiso dar un saltico hasta allí para saludar a una prima muy cercana a quien no veía hacía años: desde que se matrimoniara con un comandante. Recuerdo, sin que precise hacer grandes ejercicios de memoria, aquella casa al este de La Habana. Puedo ver el portal enorme y hasta el sillón que escogí para mirar al mar y a la gente que iba a buscarlo. Sentado allí, fue que descubrí al esposo de la prima de mi padre mientras bajaba las escaleras. Nuestra parienta lo esperó abajo para anunciarle que tenían visita; había llegado un primo desde Encrucijada y lo acompañaban la esposa y los dos hijos, que le agradaría muchísimo que fuera a saludarlos. Yo, llevado por la curiosidad, también caminé a su encuentro. Aún recuerdo los detalles, la pregunta que hizo el comandante a su esposa y en voz baja. “¿Son revolucionarios?”. Ella respondió que sí. Entonces dio una palmadita en mi cabeza y fue hasta el portal para saludar a los demás. Ha pasado mucho tiempo pero no he olvidado la pregunta y tampoco la respuesta, mucho menos la cara alegre y de revolucionario de mi padre cuando respondió al saludo. Hablaron toda la mañana pero no me interesé en la conversación. Preferí mirar al mar. Quizá debí seguir atento a la conversación, pero ya no puedo pedir más al niño que entonces era. Muchas veces reapareció hasta hoy esa pregunta, y ella misma me sugirió otras. ¿Qué iba a suceder si la respuesta era negativa? Porque soy empecinado le pregunté a mi padre. “Yo soy revolucionario”, me contestó. Su respuesta no era suficiente y tuve que hacer el camino más largo para encontrarla.
La primera señal vendría poco después. Mi hermano soñaba con entrar a la Escuela Vocacional Ernesto Che Guevara en la provincia de Villa Clara; era aplicado y tenía buenas notas. Le otorgaron la beca como unos años antes me la concedieron a mí. Todos en la familia estuvimos felices, pero algo vino a empañar esa alegría. Uno de los más cercanos compañeros de mi hermano no consiguió entrar a la misma escuela, aun teniendo las mejores notas. No había en el pueblo un expediente con más altas calificaciones. Mi padre, que siempre fue un buen hombre, y justo, y además revolucionario, se inquietó y quiso saber por qué aquel muchachito de once años no sería matrícula de esa escuela si tenía mejores notas que todos sus compañeros, mejores incluso que las de mi hermano. Indagó y tuvo la respuesta. “Su padre no es revolucionario”. El amigo de mi hermano nunca fue matrícula de la escuela Che Guevara porque su padre no era revolucionario; mi hermano y todos los que estudiaron en aquella escuela, incluso los profesores, se perdieron la posibilidad de dialogar con los saberes de aquel niño que, unos años después, se fue a vivir a los Estados Unidos. La respuesta que le dieron a mi padre, cuando indagó por la suerte del muchacho, me hizo recordar nuevamente la pregunta que hiciera el marido de nuestra prima. Si ella hubiera dicho que no era revolucionario, qué iba a hacer su esposo. En ese caso el hombre habría subido las escaleras sin saludar siquiera, perdiendo así la posibilidad de dialogar con mi padre. Eso es lo malo de condicionar el dialogo a una respuesta afirmativa, o a su contraria.
Sucesos como estos se sucedieron a montones hasta hoy. Hace unas semanas ocurrió algo que me hace recordar algunos acontecimientos que guarda mi memoria, solo que esta vez la repercusión fue mayor. Resulta que una representación teatral fue retirada del espacio que ocupó durante dos días. Dos días de sala llena bastaron para que fuera retirada. Llegó la censura y mandó a parar. Esta vez se trataba de una versión que preparó Juan Carlos Cremata de El rey se muere, obra escrita por Ionesco en 1962. Fueron solo dos días pero los comentarios de los asistentes, y también los de aquellos que confiaron en que podrían ver alguna de las funciones posteriores, dan fe de la molestia que provocara la prohibición que decidió el Consejo de las Artes escénicas. Yo estuve entre los que no entró, creí que tenía tiempo, además no me gusta asistir a los estrenos. El lunes ya sabía del revuelo que suscitó la puesta, y también de los reproches a esa obra de Ionesco pasada por el tamiz de Cremata. Esa representación quedaba sin la posibilidad de dialogar con el público. Solo le fue permitido interactuar con la censura. Como sucede siempre, la prensa escrita no se hizo eco del asunto, al parecer tienen muy claro que si comentan, legitiman. Esto es prueba de que no aprendimos a dialogar, de que privilegiamos un solo discurso. Los censores nunca se han enterado de que el dialogo propicia el razonamiento, que es quien mejor favorece las explicaciones, el desarrollo de conceptos. El dialogo da paso a un vínculo mucho más coherente, mientras que su ausencia nos conduce al estatismo, y, como ahora, nos demuestra que no son buenos para el arte, y mucho menos para el diálogo, privilegiar únicamente los poderes dominantes. Esto ya lo sabemos desde hace mucho. Son casi incontables los casos de censura que conocemos los cubanos, y tengo la seguridad de que las rectificaciones no bastan, ni las inmediatas ni las tardías. Aunque la prensa no dijo nada, salieron ecos de los dolientes; de aquellos que no pudieron ocupar un asiento en el teatro e incluso de quienes llegaron a tiempo para ver las dos, únicas, funciones.
Y lo peor es que sucedió algo a lo que ya estamos acostumbrados; el ciberespacio se llenó de comentarios que ocuparon el lugar de la prensa, algunos a favor y otros en contra. Algunos fueron comentarios encarnizados, sobre todo el que escribió un tal Arthur Gonzales, que me hizo recordar aquellos que publicara, en Verde Olivo, Leopoldo Ávila. Este nuevo Pavón escribió una diatriba contra el director, no contra la puesta, recurriendo incluso, para ganar la (a)puesta, a los padecimientos del artista. Tristes los argumentos de este hombre, y bajos, de fango al pecho habría dicho un amigo. Arthur Gonzales se sintió obligado a mencionar las atenciones médicas que prestaron a Cremata en la misma ciudad que escogió Ionesco para crear y vivir. Lo que sin dudas es un execrable trapo sucio, lo mismo en París que en Bucarest. Que le dieran atención médica era una obligación, y si decidieron que sería mejor en París, ellos sabrán por qué. Es la censura también culpable de que Arthur escriba diatribas tan vergonzantes. Hasta ahora no he dejado de preguntarme por la edad de Arthur. Si fuera mi contemporáneo debió tener muchos problemas en la escuela, sobre todo por ese apelativo tan “extranjerizante”. ¿Habrá podido Arthur entrar a la universidad con ese nombrecito? Si hubiera usado un tono menos infame, yo podía creer que el complemento de su nombre fuera Miller o Rimbaud, es posible que Rubinstein o sencillamente Conan Doyle. Me encantaría que alguna vez este señor tuviera una columna en algún diario nacional, para que sus injurias habiten espacios visibles para todos, y para que también lo tengan los acontecimientos que él juzga con encono. Si ese día llega, voy a contarle, a Arthur, que jamás pude enterar a mi padre de que aquel comandante que estuvo averiguando con su esposa si éramos una familia revolucionaria, se marchó un día del país, se fue a Miami. Mi padre murió en la isla antes de que ese comandante viajara a la Florida. Mi padre se quedó sin saber…