LA HABANA, Cuba, mayo (173.203.82.38) – En Cuba, hablar frente a un micrófono y una cámara de televisión inhibe al más pinto de la paloma, es decir, al más temerario, de acuerdo con una expresión popular. Pocos opinan sobre algo que los pueda señalar como desafectos a la revolución. Si alguien lo hace, jamás su criterio sale al aire o se publica en los medios del país.
Sólo Raúl puede hablar. La inmensa mayoría, como si hubiera un pacto de caballeros entre cubanos, hacen más fintas frente a un tema escabroso que un boxeador que huye del nocaut. Cuando alguien se atreve a criticar la crisis económica nacional, hablar de la necesidad de cambios en el país, o defender el derecho de los cubanos a viajar, se auto define crítico, pero “dentro de la revolución”. Hasta en las reuniones que se denominan a camisa quitada, o sin pelos en la lengua, por la profundidad de la discusión, las opiniones brotan más abrigadas que un esquimal al salir del iglú.
Sólo quienes se oponen al gobierno expresan abiertamente su opinión. Lo malo es que para ellos no hay cámaras, ni micrófonos en el país. Aunque sí existen cárceles y campañas difamatorias. Pero también hay un sector del pueblo que no teme hablar. Al parecer, porque piensan que no tienen nada importante que perder, o lo han perdido todo. Son los adultos mayores.
Pasar una hora entre un grupo de cubanos viejos, te aleja del criterio de unanimidad que muestran las autoridades, como si el pueblo fuera un coro de once millones de voces que entona un madrigal. Escuchar las opiniones de algunos jubilados en la cola para cobrar su pensión, más que un plebiscito a favor de la necesidad de cambios, es la radiografía de un fracaso con cincuenta años en el poder.
Las oficinas de correo, el Banco Popular de Ahorro (BPA) y la Casa de Cambio (CADECA), ubicadas en Belascoaín, entre Carlos III y San Miguel, se convierten en tribunas públicas cada mes. Personas que trabajaron toda la vida (adultos, ancianos, limitados, o ciudadanos sin ningún apoyo familiar), entrecruzan criterios de cómo les ha ido y va dentro de la revolución.
Desde horas tempranas comienzan a llegar. Muchos se quejan de que no traen en el estómago ni café. Otros dicen que cedieron al nieto su cuota de pan. Casi ninguno consumió un desayuno completo. De ahí saltan a la falta de viviendas, el alza de los precios, las mil y una trampas para subsistir, la insuficiente pensión, y sobre todo, la pregunta del año: ¿Se acabará la libreta de abastecimiento?
En una ocasión, ante las constantes quejas, una señora expresó: “Estamos así por haraganes y corruptos. Si todos confesaran lo que han hecho en estos años, pocos serían absueltos por las leyes del país”.
Sin embargo, el criterio de la mayoría coincidió en que la mayoría de las personas de la tercera edad no tiene nada que confesar. Su pecado es ser pobres. El castigo por haber servido por más de medio siglo a la revolución.