LA HABANA, Cuba.-Tal vez el tenor Plácido Domingo recuerde con nostalgia su estancia en La Habana. Si así fuera, el Gran Hotel ocupará sin duda un rincón bien particular en su memoria. Pero es poco probable que suspire al ver en lo que se ha convertido. Por desdicha para nosotros, aunque quizá por suerte para ella, María Cervantes, joya de la pianística y la canción cubanas, no vivió lo suficiente para presenciar las fantasmagóricas ruinas de aquel sitio en cuyo lobby brillaba.
El Gran Hotel es otro de los monumentos de La Habana de antes cuya recuperación parece ser ya imposible. Lo que resta de aquel sólido inmueble con toda una manzana de extensión (entre las calles Teniente Rey, Zulueta, Dragones y Monserrate), no es más que un pintoresco espectro, representativo del actual talante de esta ciudad como escaparate del subdesarrollo y la miseria.
“La vida loca”, anuncia una frase escrita en uno de los laterales del antiguo hotel. Su anónimo autor, posiblemente sin proponérselo, logró sintetizar la amalgama de pensamientos que atraviesan por nuestra mente al detenernos para observarlo.
Por lo que parece, alguien, hace muchísimos años, tuvo la intención de rescatar el Gran Hotel. Así que fueron montados en sus predios los puntales y los andamios de rigor. Sin embargo, pasó el tiempo y, con él, pasó el olvido, hasta un punto en que sobre aquellas estructuras de metal se ha dado a crecer la floresta con no menos exuberancia que en los abandonados campos de la Isla.
Cualquiera, al verlo, podría pensar que la desatención se produjo ex profeso para convertir el lugar en otro pulmón verde de La Habana.
Inaugurado en 1925, en una muy sólida y aun muy moderna construcción para su época, el Gran Hotel tuvo fama de ser el más limpio y barato de nuestra capital. Los viejos habaneros recuerdan particularmente su slogan de “Cien habitaciones con baño”, donde se le concedía hospedaje gratuito por 24 horas a todas las personas procedentes del interior de Cuba que viniesen en los expresos del Diario de la Marina con el propósito de pernoctar allí por más de dos días.
La notoriedad de su buen servicio, junto a sus módicos precios y su ubicación privilegiada (a una cuadra del Capitolio o del Prado, y a las puertas del Centro Histórico) le aseguraron preeminencia comercial durante largo tiempo, y además le agenciaron un especial reconocimiento por parte de la ciudadanía capitalina.
Habría podido permanecer en activo durante mucho tiempo más, bien como hotel o como gran complejo habitacional para los habaneros. Pero la indolencia y la irresponsabilidad gubernamentales prefirieron transformarlo en un matorral de tres pisos.
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