LA HABANA, Cuba. – Son muchos los problemas que afrontan los campesinos cubanos para producir los alimentos que necesita el país. Entre ellos está la falta de insumos elementales (fertilizantes, herbicidas), la escasez de combustibles, los impagos por parte de las entidades estatales, los altos salarios que deben pagar al personal contratado, así como el éxodo creciente, tanto al exterior como a las ciudades cubanas, de muchos de los jóvenes que serían su relevo.
Mas, en los últimos tiempos ha cobrado fuerza un fenómeno que los golpea: el robo de sus cultivos. En recientes declaraciones al periódico Juventud Rebelde, el presidente de una cooperativa de créditos y servicios de Güira de Melena, tras señalar que hoy a cualquier cultivo en su etapa mediana de vida hay que ponerle custodios en el campo para que no se lo roben, afirmó que, a “un campo de malanga, que dura cerca de 12 meses bajo tierra, a los seis meses hay que ponerle tres guardias. Cada noche hay que pagarle 1.000 pesos a cada uno de los custodios”.
Evidentemente, se trata de un gasto adicional que deben realizar los hombres que trabajan la tierra, y que incide en el aumento de sus costos de producción y, por consiguiente, en los altos precios que actualmente exhiben los productos de la agricultura.
Estos robos a los productores agropecuarios no solo se producen en zonas de fácil acceso para los que cometen el delito, sino que también suceden con regularidad en sitios más apartados de nuestra geografía. Precisamente, en ocasión de cumplirse el 36 aniversario de la creación del Plan Turquino, surgido con la intención de potenciar el desarrollo productivo y social de las zonas montañosas del país, trascendió que el robo del que son víctimas los productores de estas zonas ha influido en que estos campesinos no se vean motivados a permanecer en las montañas. Una situación que repercute negativamente en cultivos como el café.
Y si hablamos del robo en el sector agropecuario, no podemos dejar de mencionar el hurto y sacrificio de ganado mayor, una actividad que crece mes tras mes, sin que las autoridades puedan hacer algo para su contención.
De nada valen los centenares de destacamentos de vigilancia campesina que hay en el país, ni las sanciones que contempla el Código Penal para este tipo de delito, que pueden llegar a los 10 años de prisión. Se ha instituido un mecanismo que funciona con gran eficiencia: matador, comercializador-receptador. Estos últimos, aun conscientes de los riesgos que corren si son descubiertos por los chivatos de sus barrios, saben que se trata de la única manera de consumir la carne de res en Cuba.
Un ganadero de la provincia de Ciego de Ávila, al referirse a los matarifes, dijo al diario oficial Granma: “Los bandidos son peligrosos y persistentes. No respetan horarios ni que haya custodia. Muchas veces vienen de día, armados, con total impunidad, a arrebatarles los animales a los dueños”.
Casi hay consenso entre los campesinos que sufren estas anomalías en el sentido de que estos robos son algo nuevo en la campiña cubana. Es cierto que existe mucha necesidad en la población, que muchos de los productos del agro tienen precios que no están al alcance de todos. Pero hay algo más en todo esto. Es como si en la sociedad cubana se hubiese instaurado una cultura del robo, de apropiarse de lo ajeno para satisfacer las necesidades.
Y en esa tendencia, sin dudas, mucha responsabilidad tienen las autoridades de la nación. Ellas fueron las primeras en robar, cuando se apoderaron de todas las empresas y entidades del país allá por los lejanos años 60 de la pasada centuria.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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