MIAMI, Estados Unidos.- Cuando regresamos a Cuba en 1962, luego de vivir durante buena parte de los años cincuenta entre Chicago y Hialeah, nos golpeó duro la depauperación que ya asolaba a las tiendas de expendio de alimentos.
Residiendo eventualmente en la humilde casa de mi abuela en Poey, antes de mudarnos a la Habana del Este, recuerdo cómo la familia se movilizaba al saber de la llegada de latas de leche condensada a la bodega de la esquina
Todavía no se había instaurado el igualador de la miseria, eufemísticamente llamada libreta de abastecimiento, y se vendían los productos que aparecieran indiscriminadamente. Eso sí, la infame y agobiante “cola” ya se abría paso en la sociedad cubana.
Por estos días, en que arriban compatriotas en otra suerte de nuevo éxodo masivo, he notado en los mercados el deslumbramiento que produce entre los recién llegados la cantidad apabullante de opciones que exhiben los estantes atestados de bienes comestibles.
Son rostros que no se repiten, de asombro y reflexión. Miradas que combinan júbilo y pesadumbre por aquellos dejados atrás. La escasez debe ser el más terrible y eficaz de los chantajes que el comunismo pone en función para su aparato de control.
Por supuesto que no se trata de las aciagas hambrunas que sufren países en África, debido a otras circunstancias geográficas y de corrupción gubernamental.
La carencia socialista hunde sus raíces en la inoperatividad económica del sistema controlado por avariciosas mafias militares y civiles que no ofrecen un resquicio de oportunidad al prójimo.
La escasez provoca ansiedad e incertidumbre. Nunca se sabe realmente dónde serán satisfechas las necesidades. Hay que estar atentos y vigilantes porque los productos llegan, sin aviso, y no cubren todas las expectativas poblacionales.
Esta búsqueda constante de sustento anula cualquier otro cuestionamiento social, zombifica a la sociedad.
Es curioso cómo las obras consideradas clásicas, producidas por el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos, el oficialista ICAIC, no se hayan detenido en el drama de esta hecatombe alimentaria sin fin, inspiradora de otras cinematografías internacionales más sinceras y verosímiles.
En la película Los sobrevivientes figuran burgueses insiliados y patriotas, quienes deciden no abandonar el país y terminan aislados y empobrecidos, cazando y comiendo gato en sus propios predios.
El escenario que Tomás Gutiérrez Alea prefiguró para los enemigos de la revolución en 1979, retrató lo acontecido durante el llamado Período Especial en tiempo de paz de finales de los años noventa para los seguidores de Castro.
Alicia en el Pueblo de Maravillas, de Daniel Díaz Torres, satiriza sobre la debacle gastronómica en los restaurantes.
En el cortometraje Madagascar la col se convierte en un alimento omnipresente, lo cual responde, más allá de la metáfora inquietante, a la absurda realidad de la distribución alimentaria en la isla.
Es cierto también que el frustrado personaje de la madre en esa película de Fernando Pérez le advierte a su hija, la idealista Laurita, que no tiene comida para los “negritos” desamparados a quienes desea dar refugio en su casa.
En Cuca y el pollo Carlos Lechuga recrea cierto maratón donde el premio es un trozo magro de la socorrida ave.
En su primer largometraje, Melaza, especula sobre la pobreza y el ansia de la carne de res, alimento que se esfumó de la mesa cubana.
El cortometraje Gozar, comer, partir, de Arturo Infante tiene un segmento dedicado a la culinaria nacional, donde varias mujeres degustan un ajiaco, pero siguen soñando con recetas de “antes, antes, antes” totalmente desaparecidas. En esta sátira contrarrevolucionaria la abuela termina masticando un vaso de vidrio, rara costumbre que, al parecer, no ha podido mitigar.
El ICAIC, sin embargo, siguió obliterando el tema en su filmografía de mesas servidas, creando una suerte de “fábrica de sueños socialista”.
El cine independiente, donde figuran Lechuga e Infante, ha expuesto momentos de feroz y absurda necesidad en cuanto a la alimentación, sobre todo en el área documental.
Obras de Ricardo Figueredo resultan ilustrativas en este sentido: La singular historia de Juan sin nada y La teoría cubana de la sociedad perfecta.
Por supuesto que Fiel Fidel, documental de Ricardo Vega, explora el origen de la debacle alimentaria empleando imágenes y parrafadas alucinantes del propio dictador Fidel Castro.
No es menos cierto también que los Noticiero ICAIC, elaborados por José Padrón y Francisco Puñal, aprovecharon un resquicio de permisibilidad para investigar in situ la desaparición de alimentos específicos que no debían faltar en la mesa criolla.
La falta de alimentos no solo ha humillado y sojuzgado al cubano en su imposibilidad de alcanzar la libertad, sino que establece una diferencia clasista entre los que poseen acceso a la bolsa negra alimentaria, entre otras alternativas, y los sobrevivientes de la libreta de abastecimiento.
El cine tiene una tarea pendiente en esta área narrativa para que las futuras generaciones no olviden “la masa cárnica”, los filetes de claria, los bistecs de colcha de piso, las pizzas de condones, el café mezclado, así como la elusiva carne de avestruz y jutía, entre otros engendros alimentarios sugeridos por la maldad totalitaria.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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