LA HABANA, Cuba.- De celebraciones está plagado el último mes del año en esta isla del azúcar, pero algunas veces aparecen los excesos, se recarga en coincidencias, como sucediera en estos días en los que concordó, y no dudo que voluntariamente, la celebración de San Lázaro con el Pleno del Comité Central del Partido Comunista. Y me pregunto si eso fue solo una coincidencia o si algo tuvo de voluntario la tal casualidad. Yo desecharía la providencia y apostaría por una voluntad del gobierno en hacer coincidir tales celebraciones.
En medio de tanto desastre podría tener cierta coherencia el hecho de ajustar el pleno con la celebración de San Lázaro; apelar a la “religiosidad” de los cubanos, a la devoción que despierta Babalú Ayé entre nosotros. Y es que como ya sabemos, también de coincidencias está plagado el camino al infierno, y los comunistas cubanos, en medio de tanto desastre, es muy probable que no quisieran perder esa oportunidad, que la aprovecharan muy bien.
En estos días somos muchos los cubanos que vivimos en medio de un caos enorme, días en los que reina el escepticismo y andamos necesitados de algún milagro. Los cubanos, incluso los que otorgaban algún apoyo al poder comunista, andan hoy muy desconfiados, demasiado escépticos, y no era entonces desacertado hacer coincidir ese pleno del partido comunista con la celebración de Babalú Ayé. La devoción de los cubanos a San Lázaro es superada únicamente por la que dedicamos a la Virgen de la Caridad del Cobre, pero ni siquiera ella convoca a tanto sacrificio.
El pobre Lázaro, el mendigo, el hambriento, el desprotegido, el enfermo de lepra, el de las llagas purulentas que se hace acompañar por perros, el que se alimentara sólo con las migajas que cayeran de la mesa de los ricos, es más útil para el discurso de un poder despótico que hace coincidir su “reunión mayor” con una de las más tremendas devociones de nosotros los cubanos. Los comunistas reunidos y los cubanos haciendo ofrendas al santo. Los comunistas prometiendo al pueblo, y ese pueblo flagelándose, prometiendo fidelidad al santo, y buscando algo para comer.
El santo pobre y amado recibiendo las devociones mientras el gobierno “asumía”, en el discurso del “presidente”, la destrucción de la industria azucarera en una reunión del Partido Comunista. La industria que fue el centro de la economía cubana desde que éramos una muy breve colonia española vive ahora un caos y el poder reconocía el desastre. La miseria absoluta y el caos siendo explorados, cuidadosamente y con ambages, el día en que muchos se flagelan, el día que marchamos descalzos y en harapos hasta “El rincón” de Babalú Ayé, construido en 1917, el mismo año en el que allá lejos, allá en Rusia, triunfaba el comunismo.
Díaz-Canel, el de impoluto pelo blanco, “reconociendo” el destrozo de la industria azucarera y haciendo notar la importancia de su recuperación, reclamando al pueblo sacrificios, más flagelaciones, más penitencias, y prometiendo también más advocaciones, anunciando las aptitudes tutelares de los comunistas, las promesas de un futuro mejor, de una recuperación de toda la industria, de nuevas formas de producción, de un manejo diferente de las ganancias, de un blablablá incontenible, increíble, pero repetido hasta la saciedad.
Yo miraba al “presidente” peliblanco y recordaba los centrales azucareros que conocí en mi infancia, cuando ya habían perdido el nombre de siempre por el capricho de alguien, probablemente de Fidel Castro. Yo recordaba el “Purio” que fue luego Perucho Figueredo, y el Constancia que se convirtió en Abel Santamaría, el Santa Lutgarda, en el que mi abuelo materno fue primer maquinista, y que tras el desastre se llamó “El vaquerito”, mientras el Central Nazabal se convertía en Emilio Córdoba…, y quizá ahí comenzó el desastre de esa industria, cuando todos cambiaron sus nombres, porque no hay nada más útil que llamar a las cosas por su nombre.
Cuba comenzó por renombrar las cosas. Cuba cambió el nombre a las escuelas, los hospitales perdieron sus resonancias de antes, y los cines, los teatros, las bodegas… Y ya sabemos que no hay nada más justo que mantener el nombre de las cosas. Cuba, la reina del azúcar, la de tantísimos ingenios, la que en 1959 tenía 156 centrales azucareros produciendo, fue perdiendo la industria, hasta llegar al caos que es hoy.
Cuba solo tiene ahora moliendo caña 38 fábricas. Cuba, la que tuvo aquella “brain masturbation” de los diez millones, quizá tenga que volver a los viejos trapiches, o quizá al “trapicheo”, si es que quiere abandonar en algo la inmundicia. Cuba habla hoy de la necesidad de salvar la industria azucarera, y yo pienso en el café que tantas veces tomé amargo, y amargado, reconociendo que mi país fue alguna vez la más dulce de las islas, y es hoy la más amarga.
Díaz-Canel se detuvo más en la industria azucarera y reconoció, al menos en algo, el desastre que es hoy, pero no atendió a otras industrias, a otros sectores de la economía y de la vida cubana, pero bien sabemos que el caos de la dulce industria que nos vuelve tan amargos es solo un signo, un síntoma del caos enorme, y abarca todos los sectores de la vida cubana, cada parte del cuerpecito cubano.
El caos abarca cada rinconcito de la anatomía nacional, incluso los más recónditos, esos que son menos visibles, esos que no mencionan los noticieros, ni los plenos del Partido Comunista, y mucho menos el presidente y sus secuaces. El mal es tanto que no se ve en los ultrasonidos ni con rayos x. La “imaginología” más avanzada no puede hacer visible el desastre, que es total, e irreversible, y creo que ni San Lázaro podría percibir el mal en toda su dimensión, y donde la industria azucarera es solo un átomo del mal, o quizá un protón, y Díaz-Canel lo sabe.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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