AVENTURA, Florida, enero, 173.203.82.38 -El hombre estaba sentado en una butaca de aquella oficina de Miami a donde fui la semana pasada. Me percaté de su presencia y su lamentable estado de ánimo apenas entré. El salón estaba bastante concurrido y las personas presentes andaban en busca de un pasaje para viajar a Cuba, renovar el pasaporte, declarar los impuestos o enviar paquetes de alimentos, para aliviar en algo la difícil situación de sus familiares en la isla. A estos menesteres se dedica la oficina a la que me refiero, una de las tantas que se pueden encontrar en esa ciudad.
-Chico, pero que desgracia tan grande – dijo una señora que llegó y se abrazó llorando al hombre que, en silencio, seguía esperando su turno. Ambos derramaban lágrimas y se lamentaban, contagiándonos a todos con su tristeza. Al cabo de un rato, se calmaron un poco. Finalmente llegó el momento para que aquel devastado ser hiciera su trámite.
Todos los presentes pudimos escuchar su historia. Hacía pocas horas que había recibido la noticia de la muerte de su hijo adolescente, que vivía en Cuba con su madre. Había muerto en un accidente casero. ¿Se imaginan? La muerte de un hijo debe ser la peor experiencia para un padre.
Lo lógico es que en ese momento el hombre hubiese estado ya en camino al aeropuerto, o tal vez ya junto al cuerpo de su angelito muerto. Pero no, el estaba en Miami, navegando contra la corriente. Ni siquiera podía llorar tranquilamente la muerte de su hijo, porque estaba atrapado en trámites burocráticos arcaicos, abusivos, deshonrosos, irrespetuosos e inhumanos. No podía volar a Cuba porque no tenía pasaporte cubano. Acudió a aquel lugar con la esperanza de encontrarlo allí, porque hacía ya nueve meses que lo había solicitado, pero aún no estaba.
Un pasaporte cubano cuesta más de 400 dólares y es válido por seis años. Cada dos años hay que “habilitarlo”, es decir, ponerle un sello que cuesta más de 200 dólares. El tiempo de entrega fluctúa entre 2 meses y más de un año. ¡Vaya complicación la de nuestro pasaporte azul!
Llamó a la Sección de Intereses de Cuba en Washington tratando de obtener información sobre su pasaporte, pero nadie le contestó.
-¡Qué impotencia, que injusticia, no aguanto más, me voy, te espero afuera!, gritó mi marido -que no es cubano- y salió precipitadamente de la oficina.
En vez de correr junto a su hijo, a darle el último adiós y consolar a su esposa, el hombre comenzó a planificar un viaje a Washington para contar su historia en la oficina del gobierno cubano y tratar de acelerar la tramitación de su pasaporte.
Pero aun quedaba otro aspecto, él, al igual que todos los cubanos, necesitaba el permiso del gobierno cubanos para entrar y salir de la tierra que lo vio nacer.
-¿Cómo que permiso? ¿No es tu país? – le preguntó atónita una joven salvadoreña que estaba allí para hacer su declaración de impuestos.
-¡Ay chica, tú no sabes na’! – le dijo una cubana que a la vez trataba de calmar el llanto de su bebe.
El hombre había escapado con unos amigos en una balsa hacía 4 años atrás y pensaba que, si por fin se lo entregaban, su pasaporte seguramente vendría con la negativa de entrar a su país. Todos los cubanos sabemos que es así.
En Cuba el gobierno, que todo lo dictamina, dictaminó que los ciudadanos que hayan salido después de la segunda mitad de la década del 90, sin permiso de las autoridades, no pueden regresar. Y el pobre hombre, había cometido ese “delito”. Claro que muchas otras personas que salieron en las mismas circunstancias y momento han regresado, y varias veces. ¿Por qué unos cuantos les permiten regresar y a otros no?. Sin respuesta como otras tantas cosas.
La familia de este cubano, que está toda en la isla, tampoco podía velar tranquilamente el cadáver. Algunos de ellos andaban por su lado, acta de defunción en mano, de burócrata en burócrata, tratando de conseguir una “visa humanitaria” que a veces otorga el gobierno de Cuba, en casos como estos.
-Cada vez entiendo menos- dijo la joven de El Salvador.
Era pasado el mediodía cuando abandoné aquella oficina. Allí dejé al señor con el rostro desencajado y la mirada perdida. Supuestamente, a las dos de la tarde le informarían sus familiares en Cuba, si el gobierno le concedía la visa humanitaria o no, para ir enterrar a su hijito. En dependencia de esa respuesta, viajaría o no.
Primero a Washington, como alma en pena, a rogar a los señores humanitarios que le entregaran su pasaporte que había solicitado hacía nueve meses.
No sé su nombre, dónde vive, ni cómo piensa, ese señor. Tal vez nunca sabré si logró llegar a tiempo junto al cuerpo sin vida de su hijo o tuvo que conformarse con llorarlo en Miami, a sólo media hora de vuelo. Pero sé que su rostro, su pena, y sus lamentos quedaron grabados en mi mente y en mi corazón.
Me sentí tan impotente y tan frustrada como él, y sigo preguntándome: ¿Hasta cuándo?