LA HABANA, Cuba.- En días pasados finalizó en varias sedes habaneras la Asamblea Nacional Pioneril, el máximo evento de la Organización de Pioneros José Martí, que agrupa a los estudiantes de las enseñanzas primaria y secundaria básica.
En la comisión que trató el tema de la enseñanza de la Historia, donde estuvo presente la ministra de Educación, Ana Elsa Velázquez, los planteamientos giraron en torno a cómo motivar más a los estudiantes para que amen esa asignatura, y no solo memoricen su contenido para aprobar un examen. Hubo consenso en que hace falta, entre otras cosas, una mayor preparación de los profesores con vistas a contar una historia más amena y objetiva.
Sin embargo, la intervención de un pionero holguinero, al cuestionar la carencia de una bandera de la organización pioneril, nos dio uno de los motivos de la aversión que sienten muchos cubanos, de todas las edades, por la Historia: “¿Cómo es posible que no tengamos banderas de la organización para izarlas cada mañana en la escuela si, por ejemplo, nuestra enseña nacional nació en la manigua, bordada por mujeres, en tiempos en que había menos recursos que ahora?” (“Cuando la ternura se hace grande”, periódico Juventud Rebelde, edición del 17 de julio)
Evidentemente, ese pionero ha recibido una historia falsificada. Porque, si consideramos el nacimiento de una bandera como el momento en que fue enarbolada por primera vez, entonces la enseña nacional cubana no nació en la manigua, sino en la ciudad de Cárdenas, donde fue izada por el general Narciso López en fecha tan temprana como el 19 de mayo de 1850, ocasión en que ese poblado matancero quedó, por varias horas, libre del dominio colonial español. Y fue bordada por mujeres, pero tampoco en la manigua, sino en la emigración.
Narciso López nació en Venezuela a fines del siglo XVIII. En su país combatió junto al ejército español, y al ser derrotadas las fuerzas realistas se radicó en Cuba hacia 1823. Pero ya en la isla, en una metamorfosis que nos recuerda la experimentada posteriormente por Máximo Gómez, decidió dedicarse a liberar a Cuba de la metrópoli española. Con ese fin huyó a Estados Unidos, desde donde organizó cuatro expediciones armadas a la isla. En la última de ellas fue capturado por las autoridades coloniales y ejecutado en garrote vil.
Por supuesto que la historiografía castrista ignora la epopeya de Narciso López, al que considera un vulgar anexionista al servicio de Estados Unidos, razón por la cual inventa mil subterfugios para escamotearle al general venezolano la paternidad de nuestra bandera.
Pero los gobernantes cubanos se quedan sin argumentos para explicar por qué los constituyentes de la Asamblea de Guáimaro, en 1869, determinaron que la bandera de Narciso López fuera la que ofició como la enseña de la República en Armas, en lugar de la de Carlos Manuel de Céspedes. Es casi seguro que esos constituyentes portaran un criterio similar al de buena parte de los historiadores de la Cuba precastrista, quienes consideraban a López como “el más notable luchador al servicio de la libertad de Cuba antes de la Guerra del 68”.
Los pioneros y sus patrocinadores no tendrían que devanarse más los sesos si quisieran realmente ir al meollo de la cuestión. La Historia comenzará a ser amada cuando se enseñe de una manera objetiva, y no según el prisma de los que hoy detentan el poder en la Isla.