LA HABANA, Cuba.- La noche del 25 de marzo, que por más detalles era Viernes Santo, cumplí mi sueño de ver a los Rolling Stones tocando en vivo. O casi, porque fue a través de las pantallas colocadas en el escenario de más de 80 metros de largo en los terrenos de la Ciudad Deportiva. Lo que, según me dirán algunos, es casi como verlos en un DVD. Pero no. Para saber la diferencia había que estar allí, parado frente a aquel escenario que parecía de ciencia-ficción, sentir en el pecho y la boca del estómago los más de 1000 watts de la música, amplificada por un equipo de sonido de primera –y del Primer Mundo en un país que sigue anclado en el Tercero–, respirando el mismo aire que Keith, Ronnie, Charlie y el mismísimo Mick Jagger, y millares de fanáticos que bailamos y brincamos con él y nos quedamos sin voz de tanto cantar esas canciones que nos sabemos de memoria y de gritar “yeah” cada vez que nos pregunta “Are you feeling good, Havana?”
Valió la pena la caminata, la sed, la apretujadera entre casi un millón de personas –es la cifra que calculo, no podía haber menos–, que acamparon durante más de seis horas en un terreno donde no cabía uno más pero seguían entrando, hasta que a las 8 y 30 de la noche se encendieron las luces y los Stones rompieron a tocar Jumping Jack Flash.
Luego de más de dos horas de música, donde los Stones tocaron casi una veintena de sus éxitos (Honky Tonk Women, Brown sugar, Tumblin’ Dice, Angie, Miss You, Midnight Rambler, Simpathy for The Devil, Gimme shelter), el final fue de apoteosis: You Can’t Always Get What You Want, con el acompañamiento del coro Entre voces, que dirige Digna Guerra, y que sonó celestial, y un Satisfaction que no podía faltar, lo sabíamos, pero nunca de la manera que sonó. Y todos brincando y retorciéndonos y gritando, con toda la razón del universo: “I can’t get no”…
El público era variopinto. Había muchos extranjeros, de esos que peregrinan por el mundo tras los Stones. Pero los cubanos éramos más, muchísimos más. Increíblemente, aunque había muchos, la mayoría no eran cuarentones o cincuentones, sino jóvenes. Había muchos que evidentemente estaban allí por la novedad, sin acabar de entender bien lo que estaban viendo, pero otros muchos más, con camisetas con la lengua de los Stones o de otras bandas de rock, o del Real Madrid, bailaban y coreaban las canciones, y ondeaban banderas cubanas, inglesas, norteamericanas, sin asombrarse sino más bien haciéndose cómplices de los que podíamos descansadamente ser sus padres y madres y hasta sus abuelos, como yo o mi mujer, mi colega y amigo Iván García o los muchos viejos amigos que allí nos tropezamos. Fue como si los chicos hubieran querido demostrarnos que de nada sirvieron los tantos años en que estuvieron prohibidos el rock, las melenas y los jeans apretados, y en que un concierto como este era totalmente impensable para alguien que estuviese en su sano juicio.
Pero el caso es que, luego de tantas décadas, a pesar de los pesares, que han sido muchos, demasiados, los Stones estuvieron allí. Y nosotros también. Ni ellos ni nosotros hemos cambiado. ¡Allá los que tengan que cambiar!
Aunque no hubo incidentes, más allá de una bronca y un par de detenidos –dicen que estaban drogados y se pasaron en el arrebato–, me temo que las autoridades no hayan quedado complacidas. Supongo que a lo que hubo en la Ciudad Deportiva, a ese derroche de energía rockera, no fue a lo que se refería el Granma, el periódico del Comité Central del Partido Único, cuando llamó a participar en el concierto con “entusiasmo y disciplina”.
Allí estuvo, en el área para invitados, el vicepresidente Díaz Canel. Supongo haya tomado nota de esa muchedumbre enardecida, que abarrotó la Ciudad Deportiva sin que la convocara el Partido o las organizaciones de masas. Ya quisieran los mandantes, en estos tiempos que corren, poder reunir tanta gente en la Plaza de la Revolución. Tendrían que poner a tocar allí a los Stones. ¡Con tan mala vibra que tiene ese lugar!
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