LA HABANA, Cuba.- La extrema sequía que azota al territorio cubano ha encontrado un dañino aliado en la deplorable gestión del gobierno para garantizar la llegada del agua a los hogares en la capital. Las operaciones encaminadas a componer o renovar las redes hidráulicas ha dejado sin el imprescindible líquido a numerosas familias del consejo popular Jesús María, en La Habana Vieja.
Seis meses después de cerrada la última zanja bajo la cual –supuestamente– quedaron reparadas las nuevas cañerías, en varios solares no entra el agua con la frecuencia necesaria para dar abasto a estos recintos habitacionales, caracterizados por la fragilidad constructiva y el hacinamiento de varias familias. Un vecino de la calle Factoría declaró que, tras la sequía del año 2010 –una de las más terribles que ha afectado a la nación caribeña en lo que va del siglo XXI–, la afluencia del agua se estabilizó, hasta que comenzaron las obras públicas para sustituir varios kilómetros de conductos que tenían más de un siglo de existencia.
Desde que culminara el reemplazo de dichas estructuras, a mediados de 2015, el agua llega a los inmuebles cada varios días, muchas veces a medianoche, por un tiempo limitado de dos o tres horas. Las filas de vasijas vacías a la entrada de los solares y las cubetas llenas, peligrosamente transportadas a los pisos superiores de los edificios con ayuda de una roldana, conforman el cuadro patético de la vida de hombres y mujeres trabajadores, cuya lucha por la supervivencia abarca las 24 horas del día. Los habitantes de la calle Factoría –asolada por la sequía desde hace meses– han tenido que arreglárselas para contar con el mínimo indispensable de agua que les permita garantizar higiene y alimentación. Los métodos han sido diversos: desde colocar un número superior de tanques para asegurar un almacenamiento prolongado o instalar un motor (ladrón) de agua, hasta pagar colectivamente los 10 o 15 CUC que exigen los choferes de camiones cisternas por ofrecer sus servicios, al margen del ineficaz programa de distribución establecido por la empresa Aguas de La Habana.
Ambas alternativas únicamente solucionan el problema inmediato. Pero el mal permanece y se agudiza hasta provocar querellas entre vecinos, pues cada ladrón de agua conectado a la red principal, disminuye las posibilidades de quienes hacen fila varias horas para acabar yendo a casa –si tienen suerte– solo con la ración de beber. A pesar de las quejas transmitidas al delegado de la circunscripción, y de las catarsis multitudinarias en las oficinas de Aguas de La Habana o del Poder Popular, lo vecinos no pueden aspirar a otro recurso que no sea pagar de su propio bolsillo las pipas de agua. Esta solución ilegal trae paz a los hogares durante dos o tres días, al cabo de los cuales hay que reiniciar la colecta. Aunque las familias cubanas que viven en los barrios humildes no pueden permitirse este gasto con regularidad, acudir a las autoridades no es una opción.
Según una funcionaria de la oficina de Aguas de La Habana, el municipio Habana Vieja cuenta con pocos camiones cisternas para satisfacer la demanda, de modo que la planificación debe responder a las necesidades de los diversos consejos populares. El resultado es que solo puede enviarse una pipa cada tres días –mínimo– a las zonas afectadas, siempre que esta sea solicitada con anticipación por el delegado de la circunscripción. En medio de una coyuntura insostenible, los reclamos de la población se estrellan contra exigencias de ahorro y cooperación. Pero las pocas veces que un carro cisterna ha ofrecido servicios tras solicitud del delegado, ha llegado a su destino a altas horas de la noche y solo con el 50 % de su capacidad de llenado, luego de haber vendido la otra mitad al dueño de alguna casa de alquiler a extranjeros. Estos manejos son conocidos por la policía, los inspectores y los funcionarios de Aguas de La Habana, pero en lugar de contener el abuso, las tarifas han aumentado.
Históricamente habituado a callar y aguantar, el cubano común considera más factible probar suerte con una pipa mediada de agua que acusar a los choferes corruptos, quienes, sin el menor escrúpulo, venden en una sola vivienda el agua destinada a los habitantes de un edificio múltiple. En la Cuba actual, denunciar la rapacidad de estos individuos solo traería como consecuencia echar por la borda la posibilidad de remediar –aunque sea mediante pago y de manera transitoria– la sequía hogareña. Para los necesitados es preferible comulgar con trueques ilegales que lidiar con la disfuncionalidad doméstica resultante de la ausencia de agua: un mal que el gobierno de la Isla no parece interesado en resolver.