LA HABANA, Cuba, septiembre (173.203.82.38) – Como tantos españoles que viajan a Cuba, Ángela A. F. sabe que los habitantes de esta isla viven inmersos en sus problemas, atiborrados de penurias y frivolidades, al borde del caos y la enajenación. Sabe, además, que son afables y amigos de sobredimensionar los sucesos de su entorno.
No sabía, sin embargo, que al casarse con un cubano con el cual llevaba dos años de relación, atravesaría un calvario de citas, esperas, sellos, papeles y divisas a granel, sin contar las trabas de todo tipo para legitimar su unión ante el consulado de su país en La Habana.
En los días previos a su cuarto viaje, antes de descender en el aeropuerto capitalino y abrazar a su amado, tuvo que corretear entre Castellón y el consulado de Cuba en Valencia, donde pagó 500 euros por cuatro documentos que mostraría a la especialista de la notaría internacional, en Miramar, quien certificó la unión ante dos testigos y un fotógrafo, tras cobrarle 625 dólares y revisar el manojo de papeles del novio cubiche, un cincuentón apacible y escéptico que anduvo con ella bajo el sol tropical, entre almendrones y oficinas. Luego respiraron felices durante tres días en Varadero.
La felicidad duró poco, porque antes de acudir al consulado de España en La Habana solicitaron el certificado de viajes en la consultoría internacional de Miramar, donde le cobraron 150 pesos convertibles y le advirtieron que la entrega del documento demora de uno a dos meses. Para colmo de males, en la cita consular la funcionaria hispana no recibió el resto de la documentación, pues su cónyuge debe gestionar un acta de notoriedad e inscribir tres certificados en la notaría internacional del Ministerio de Relaciones Exteriores, situada en 21 y 24, Vedado.
Con tantos papeles pendientes y la entrevista marital pospuesta, Ángela decidió regresar al Mediterráneo hasta nuevo aviso. Mientras esperan por los cuños de Relaciones Exteriores y por el dichoso certificado migratorio, la pareja hispano-cubana se comunica por mensajes al móvil, llamadas y correos electrónicos. En su caso, la nueva tecnología actúa como celestina del reencuentro.
La odisea continuará con la solicitud de otra cita consular, la entrega de los documentos pospuestos y el retorno de ella a La Habana para la entrevista, en la cual responderán a preguntas surrealistas que demuestren la legitimidad del matrimonio pues, como los cubanos inventan vías de escape, los funcionarios consulares son catedráticos en trucajes migratorios. Para dicho encuentro, ambos mostrarán las cartas cruzadas, fotografías de pareja y las facturas de pago por los mensajes de Internet y las llamadas realizadas desde España a la isla.
Si el consulado considera legítimo el matrimonio y lo inscribe en sus archivos no cesará el muro de papeles y gestiones. Él tendrá que ponerse las pilas al recibir el libro de familia, solicitar el visado por reagrupación y luego bregar ante los uniformados de Inmigración y Extranjería, quienes le exigirán el certificado de matrimonio, el pasaporte, la obtención del permiso de salida, identificada como tarjeta blanca o carta de libertad; todos en divisas, al igual que el permiso de residencia en el exterior, sea temporal o permanente, y otros detalles legales que multiplican las incertidumbres y frustraciones.
Aunque el futuro es incierto y la distancia dolorosa, Ángela es tenaz y confía en el amor. Su cónyuge cubano ha sobrevivido a pruebas de mayor realeza. Por el momento, ambos forman parte de esa legión de parejas que andan separadas por la burocracia de Estado.