LA HABANA, Cuba, septiembre, www.cubanet.org -“Movimientos. La policía está en la calle. En la calle se respira el malestar por la policía. El buitre me dice: «Aquí va a pasar algo»”, leemos en “Vultureffect”, texto que da nombre a este libro de Jorge Enrique Lage (1979).
De los narradores cubanos que comenzaron a publicar en el último decenio, Lage es uno de los que se perfila cada vez con mayor nitidez. Entre sus libros hallamos conjuntos de cuentos como Fragmentos encontrados en La Rampa (2004), Yo fui un adolescente ladrón de tumbas (2004) o El color de la sangre diluida (2008), y la novela Carbono 14. Una novela de culto (2010). Vultureffect, publicado por Ediciones Unión en 2011, resulta un libro difícil de encasillar. ¿Minicuentos? ¿Viñetas? ¿Nanorrelatos? El propio autor los ha llamado microficciones y también buitrextos.
En un artículo sobre David Foster Wallace, Jorge Enrique Lage cita un texto del escritor norteamericano: “Tuve un profesor que me caía muy bien y que aseguraba que la tarea de la buena ficción es calmar a los perturbados y perturbar a los calmados”. Esto último quizás pueda arrojar alguna luz sobre Vultureffect, pero sería solo una luz sobre el conjunto, porque, en cuanto pise este escenario poblado por figuras en constante mutación, el lector perturbado sentirá cualquier cosa menos calma.
Sin embargo, ante este mundo terminal en formato de libro, no desfallece la curiosidad por dar con el próximo relámpago. Su concentradísima intensidad apocalíptica (apocalipsis en el sentido de revelación) nos deja ver el fin de una era no solo por el paraíso buitresco de la putrefacción, sino también por la atomización, la irreversibilidad de la fragmentación, la descomposición misma como retorno de los compuestos a su hábitat fuera de lo humano.
Como Vultureffect se publicó en 2011 pudiera pensarse en una asociación con aquellas profecías para aburridos que inflamaron la espera del año 2012. Pero en este libro asistimos a los efectos residuales de una explosión: el regreso a tierra de las mil y una partículas de la imagen de un mundo sin más voluntad que la representación: la recolección de los pedazos de una casa de espejos que estalló. La percepción se ha desintegrado y la esquizofrenia se pierde en un mar multimedia. No hay nada que explicar. Leemos: “Me lo dijo un personaje de una novela de terror: cuando te encuentres una nota al pie, mátala antes de que tenga tiempo de reproducirse”.
Tal amasijo de siluetas, estrellas de espectáculo, cuerpos rotos, referencias literarias, científicas o políticas, ese collage de personajes eléctricos y teorías fantasmagóricas, es también el país que perpetramos cada día y el laberinto en cuyas paredes nos proyectamos a nosotros mismos. Cuando el cerebro deja de recibir estímulos a través de los sentidos (alguien herméticamente aislado, por ejemplo), comienza a generar imágenes, a crear formas, a alucinar. Por instinto de supervivencia o por horror vacui, el cerebro no tolera la ausencia de estímulos sensoriales: incapaz de aceptar la nada, la inunda de figuraciones. Para él es tan real la imagen de un cuerpo físico como la de uno soñado o como la de otro recordado, porque se alimenta solo de representaciones.
Nuestra reacción ante la nada vital es la saturación indiscriminada de imágenes: la salvación por la virtualidad. Si la vida resulta irreal y vacía aparece entonces la realidad virtual de los medios, trescientos mil cuadros por segundo: si no se alcanza esa densidad se pierde el movimiento y se hace visible el abismo entre los bultos. ¿De veras queremos despertar? Uno de los textos emblemáticos de Vultureffect se llama “En la pesadilla”, que parodia, invirtiéndolo como en un espejo, “En el insomnio”, ese pequeño y magistral cuento de Virgilio Piñera, y termina: “A las seis de la tarde cargo un revólver y me levanto la tapa de los sesos. Doy un brinco en la cama y abro los ojos, pero aún no logro despertarme. El sueño es una cosa muy persistente”.
“World Waste Writing” es otro de los buitrextos. Esa escritura con desperdicios mundiales le recuerda a Ahmel Echevarría (en un artículo sobre Vultureffect) “la increíble paleta de colores que va cubriendo los alimentos en descomposición”, y continúa: “Tiene sus ventajas atreverse con la dieta del buitre. Pero asumir una manera específica de nutrirse acarrea consecuencias. Eres lo que comes. Padecerás y gozarás sus efectos. Textos breves como bocados, como porciones arrancadas por JE de cuanto nos rodea. Picotazos”. Como los buitrextos, los buitres “tienen el pico en forma de gancho. Se alimentan de carroña, basuras, frutas, reptiles pequeños y televisión”, según leemos en “Territorios”.
Acaso nos encontramos, más que ante un conjunto narrativo, ante una descripción en extremo del acto de escribir: una enfermedad que se contrae desesperadamente a sabiendas para curarse de una enfermedad irremediable y desesperada. Una representación de la voluntad narrativa sonámbula. Leemos en “Scrabble”: “Puedo decir hasta aquí he llegado, levantarme e irme, pero igual allá afuera los buitres tienen las grandes narraciones”.
El último texto, “Skyline”, bien pudiera ser el primero o hasta una reseña del libro mismo. Incluso una “puesta en abismo”, esa figura retórica que inscribe una imagen minimizada de la obra total en la propia obra. Y es muy breve: “Escribir La Habana sin el color del verano. Una ciudad en la que estemos ausentes. Poner en ella algo de jerga personal, algo demasiado insoportable y pop, como si toda clase de ficciones extrañas estuvieran a punto de romper”.
En una entrevista, hace tres años, a la pregunta ¿Hasta qué punto son necesarias plataformas de difusión como editoriales, ferias o acceso a internet para que se mantenga vivo el debate literario?, Jorge Enrique Lage respondió: “Absolutamente. Pero el debate literario es lo de menos. En Cuba hacen falta plataformas para un debate abierto sobre los muchos problemas y traumas que enfrenta hoy la sociedad cubana, sobre el proyecto político del país”. Breve y conciso, como en sus buitrextos, que a veces alcanzan una ironía fina y helada como la que cierra “Philip K. Dick”: “No puedes culpar al gobierno por tener curiosidad de saber qué clase de persona escribiría libros así, ¿entiendes?”.