PINAR DEL RÍO, Cuba, marzo (173.203.82.38) – A mediados de la década de los sesenta el cantante español Nino Bravo estaba en el boom y cada canción suya formaba parte de nuestras vidas. Quizá fuera en parte porque en aquellos tiempos la radio cubana padecía el rigor de la censura y Nino era de los pocos intérpretes permitidos. Una tarde llegó a casa un amigo. Nos mostró un casete y dijo en voz baja.
-Traigo lo último, y no son canciones de Nino Bravo; sorpresa para todos.
En una pequeña grabadora colocamos la cinta. Los intérpretes cantaban en inglés, y estábamos cometiendo un pecado capital en aquel instante, y lo sabíamos, pero la tentación de lo prohibido es inevitable, sobre todo cuando se es joven.
-Se llaman Los Beatles, y son ingleses –dijo el amigo que trajo el casete.
Quedamos atrapados por la música de los cuatro de Liverpool. Retamos las prohibiciones y valió la pena. John, Paul, Ringo y George entraron a formar parte de nuestros secretos y silencios. Aquella década prodigiosa y de censura para los jóvenes cubanos de mi generación marcó nuestras vidas para siempre y nos llamamos desde entonces “la generación perdida”.
Pasó el tiempo. Muchos perdimos el cabello sin que se nos permitiera, en nuestra adolescencia, llevarlo largo. Ya no tendríamos una segunda oportunidad para lucirlo. Algunos de los amigos de aquel pequeño grupo de “conspiradores culturales” murieron en guerras lejanas y ajenas que nos impusieron; fuimos muchachos guerreros a merced de un sistema loco que nos manipulaba hasta el cansancio.
Los sobrevivientes vimos, impotentes, cómo se inauguraba un parque en La Habana presidido por una estatua de Lennon. Lloramos por todo lo que nos habían prohibido y ahora llegaba demasiado tarde para nosotros.
La imagen del Lennon que nos prohibieron, la protegen hoy custodios pagados por los mismos que nos condenaron por oírlo. La censura nos hizo más rebeldes y nos comprometió a luchar para cambiar las cosas, para evitar que nuestros hijos y nietos sean castigados como lo fuimos nosotros.