LA HABANA, Cuba, mayo, 173.203.82.38 -Resulta evidente que Abel Prieto, en su más reciente novela, Los viajes de Miguel Luna, es ambiguo en cuanto al carácter autobiográfico de esa obra literaria. Por una parte, la descripción física del protagonista, Miguel Luna, en nada coincide con las características personales del autor. Sin embargo, existe más de un elemento que entrelaza al autor con el personaje: ambos provienen de Pinar del Río, estudiaron literatura en la Universidad de La Habana, y sus fechas de nacimiento se hallan muy cercanas (1948 Miguel Luna, y 1950 Abel Prieto). Es como si el novelista deseara conducirse en un ambiente pendular que le permitiera afirmar o desdecir según convenga: no, ese no soy yo; o sí, esas son mis propias experiencias.
Destacan la poca afiliación lezamiana de la novela, máxime si consideramos que Abel estuvo sus 15 años de ministro de Cultura exaltando la figura del autor de Paradiso; así como la obsesión de Miguel Luna por conseguir un viaje al exterior, y así perder la indeseada “virginidad insular”, un delirio que lleva a muchos escritores y artistas a colaborar dócilmente con el gobierno, que a la postre decide quién viaja y quién no.
Las páginas de la novela nos muestran las miserias humanas y bajas pasiones presentes en el mundillo de la literatura cubana, donde ser amigo de un miembro del jurado de cualquier concurso literario, o ser recomendado por una “vaca sagrada” de las letras, es con frecuencia más importantes que poseer una obra de auténtica calidad.
Casi la mitad del libro se dedica a narrar las peripecias de Miguel Luna cuando, por fin, en 1989, accede a un viaje a la imaginaria isla de Mulgavia, que bien pudo ser la antigua República Socialista Soviética de Moldavia o cualquier otra nación del entonces imperio soviético. De un modo que se me antoja oportunista— oportunista por decir esas cosas a destiempo, o sea, a la distancia de más de 20 años, y no cuando Cuba mantenía estrechos vínculos con la URSS—, Abel Prieto expone aspectos negativos de la vida y las personas que habitaban en esas sociedades del denominado “socialismo real”: la tristeza reinante en sus ciudades, las personas que hablaban escupiendo, los privilegios de la clase gobernante, el racismo prevaleciente entre las distintas regiones del país, el aspecto grotesco del presidente de la Asociación de Escritores de Mulgavia, y la insatisfacción sexual que padecían las mujeres mulgavas debido a que los hombres practicaban demasiado la autosatisfacción.
Estando Miguel Luna en Mulgavia, y mediante un hábil empleo del tiempo narrativo, acontece el desplome del comunismo. El autor refleja el gran dinamismo que adquiere la sociedad mulgava: se iluminan las calles y avenidas, florecen los comercios, surgen modernas edificaciones, irrumpen las comidas y las ropas made in Occidente, y antiguos funcionarios de la nomenclatura comunista se convierten en ejecutivos de empresas privadas. Pero, por supuesto, no falta el juicio con que el oficialismo cubano ha calificado esos cambios: la entronización del implacable mercado y la injusta globalización neoliberal.
Al final de la novela, Abel Prieto se encarga de matar a Miguel Luna, tal vez como una metáfora de que su permanencia al frente del Ministerio de Cultura también llegaba a su fin. Por lo demás, no hay dudas de que el autor clasifica como un excelente narrador, con una novela que nos atrapa a pesar de sus más de 500 páginas. Y ahora que, al parecer, tiene más tiempo para escribir, sería conveniente que nos siga ofreciendo relatos poco lezamianos, es decir, más apegados a la realidad, para ponernos al tanto de los vaivenes, escaramuzas y ruindades del más reciente acontecer cultural cubano.