Cuba es un quirófano, una sala de emergencias

LA HABANA, Cuba.- Ay país mío, no dejas de sorprenderme; cuando creo que lo he visto todo, cuando supongo que no habrá otra sorpresa, que se agotaron los sustos, “te bajas tú con una nueva”, que siempre es peor que la anterior. Siempre sucede así, siempre consigues que me ponga a reclamarte, a injuriarte incluso. Cada vez, país mío, me haces levantar las manos, la voz, pretendiendo atenciones tuyas. Ay, país mío cuanto me obligas a reclamarte. Siempre es igual, cada vez que pretendo atenciones tuyas me haces levantar las manos, pero a veces te quedas sordo y no me escuchas. No me escuchas país, o quizá sí…
Sí, quizá me escuchas, pero no me entiendes, no me atiendes, me das la espalda, te haces el ciego, te haces el sordo y también el mudo. Será que eres un país ingrato, un país tremendamente desagradecido con tus hijos. Ya pariste tantos en estos últimos sesenta años, y sigues ahí, como si nada, como si no te enteraras de todo lo que piensan de ti tus hijos, de cuánto sufren. Y quizá no seas tú, patria amada, la que es esquiva, quizá son otros los ariscos, quizá el muy hosco es el gobierno que te rige hace más de sesenta años. Ay, país mío, cuanto me dueles. Tanto me dueles país, que hasta olvidé de dónde saque eso que me recuerda a algún verso. ¿Será que salió de mi cabeza y ya no lo recuerdo?
¿Será realmente un verso? ¿Será un delirio? Y no sé, islita triste, mi islita empobrecida, por qué hoy amanecí tan cursi. Debe ser que en algún momento el dolor se transforma en cursilería, en afectación, aunque no deje de ser dolor. Ay país mío; cruel, insoportable. ¿Por qué arrancas, país, a tus hijos tantas lágrimas? ¿Por qué eres tan presuntuoso y a la vez cobarde? Eres cruel, país mío, el más feroz de los países, a pesar de ser tan breve. Ay, país mío, cuánto me dueles, cuánta rabia eres capaz de sacarle a tus hijos. Y por qué será que a veces hasta sueño, despierto, que nací en otro lugar, en una isla apacible y tierna, en una especie de ínsula de Barataria, gobernada también por dementes, pero dementes buenos.
A veces aparece Sancho Panza en mis sueños, y yo lo abrazo, y hasta le propongo la regencia del país mío. Y es que Sancho es mucho mejor que todo lo que yo conozco; él es un loco, es cierto, él es un demente, pero es un loco tierno y hasta algo bonachón, mientras tú, país mío, y tú también, desgobierno atroz, no son otra cosa que oprobios que nos mantienen sumidos en la porquería, que ya ni siquiera sé si es más asquerosa que el oprobio en el que nos ahogas, en el que sucumbimos. ¿Qué somos, isla mía? ¿Qué somos? ¿Hacia dónde vamos?
No sé a dónde vamos, pero sin dudas debe ser hacia un lugar muy triste, al peor de los lugares. Ya lo sospechaba yo, pero, y para que no me quedara ni la más mínima duda, sucedió que quise comprarme unos zapatos, porque me hacían falta, y busqué en Facebook, y miré un anuncio, y encontré, y hasta me pareció que el precio era algo razonable, quizá hasta justo, pa´ como están los precios en la isla, y luego sabría que tenían mi número, el 43, y también que un mensajero podría traerlos…, y que entonces al precio de los zapatos se añadirían cincuenta pesos más, por la mensajería. Y yo acepté, para ahorrarme la odisea que significa viajar hasta ese Alamar, tan al este de la ciudad…

El viaje, el suplicio, sería para el mensajero, pero por él no tendría yo que preocuparme, porque no lo conozco, porque no es amigo ni pariente. Y fue larguísima la espera. “Ya debe estar llegando el mensajero. No se preocupe. ¡Él no le va a fallar! Así me dijo la dueña del negocio, y luego que el mensajero se había sentido mal, porque se había puesto una vacuna contra la COVID-19, y yo entendí, le dije que lo dejáramos para otro día, pero un rato después sonó el teléfono nuevamente, y era otra vez la muchacha diciendo que el joven mensajero se sentía mejor y que vendría sin falta. Y el mensajero demoró, demoró mucho, muchísimo, tanto que pasaron mil águilas por ese pedazo de cielo que está sobre mi casa.
El muchacho me contaría, muchas horas después, de su odisea; dijo que esos ómnibus en el que cruzan las bicicletas y los bicicleteros a través del túnel de la bahía, esos a los que los habitantes de la ciudad llamamos “ciclobús”, habían recesado hasta el día siguiente, que tuvo que hacer un camino largo, y volver un poco, mucho, hacia atrás, para conseguir luego la Vía Blanca, y se disculpó una y mil veces, y después más, y mostró los zapatos el muchacho, ese muchacho que también se desempeña en ese oficio de peletero.
Y yo quedé conforme con mis zapatos nuevos. Me los probé, caminé un poco por la casa, mientras el mensajero esperaba por los quinientos pesos para la dueña del negocio, por sus cincuenta pesos por la mensajería. Y yo le pregunté cómo era posible que siendo tan joven lo hubieran vacunado ya. Y su respuesta fue un bombazo, una de las revelaciones más descacharrantes que escuché en toda mi vida. El mensajero se había vacunado porque es médico, y más que médico, el muchacho resultó ser un “residente” de tercer año en la especialidad de cirugía. Y yo quise que la tierra me tragara, yo tuve unas ganas infinitas de llorar. Y sentí dolor, un dolor grande, y vergüenza, mucha vergüenza.
¿Y qué más puedo decirle ahora a usted, lectora, lector? ¿Qué más puedo decirle si sospecho que ya usted pensó, juzgó, y quizá hasta lloró, como hice yo, cuando se marchó el médico peletero? No recuerdo, y lo juro, que sintiera yo muchos disgustos, rabias, tan grandes, tan infinitas, como esa que reconocí ayer. No son tantas, y tan grandes, las veces que tuve la necesidad de gritar improperios hasta quedarme sin voz, de juzgar de malnacidos a esos que cada día, y en cada discurso, se ufanan creyendo que realmente son una “potencia médica”. Creo que desde que desaparecieron los medicamentos para combatir los males que acosaron al cuerpo moribundo de mi madre no sentí tanta rabia, tanto desprecio por los culpables.
Y no voy ahora a hablar de las necesidades que llevan a los cubanos a buscarse la vida vendiendo el cuerpo para comer luego, para poner algo en los estómagos de sus hijos, de sus padres viejos. No voy a dar detalles de las peripecias que hacemos para mantener “la vida”, una vida entrecomillada, una vida triste, pesarosa. No, no voy a hablar de las necesidades biológicas, de las fisiológicas, tampoco de las sociales. No me detendré en las necesidades individuales ni en las colectivas. Todos los cubanos sabemos mucho de esas cosas. Y no voy a escribir de las muchas miserias humanas ni de “La pirámide de Maslow”.
Tengo la certeza de que contar, al menos en algo, la historia de ese médico joven que en breve será cirujano es más que suficiente para entender las verdaderas esencias de este país. La historia de este joven es parecida a la de muchos otros; es semejante a la de algunos médicos prostitutos, a la de algunos médicos “internacionalistas”. Su historia no es solo la de las aulas de medicina, su historia no es, únicamente, la del quirófano. En la historia de ese muchacho médico, y casi cirujano, están además las muchas horas sobre una vieja bicicleta y su desempeño como peletero.
La historia de este muchacho es la historia del país y de su “revolución”. Yo solo quería contar estos detalles, ahora júzguela usted mismo, sin pedir ayuda a otros. Júzguela usted, apoyado en la historia de este médico mensajero que muy pronto será cirujano, una de las profesiones que más precisa de la precisión y el equilibrio de esa mano que guía al bisturí. Juzgue usted la historia de este muchacho que no trajo a mi casa su estetoscopio, que no viajó con su esfigmomanómetro, que no mostró su bisturí, que vino únicamente a traerme, y a cobrar, los zapatos que yo había encargado. Y olvídese de Maslow, de su pirámide. Y desconfíe de las destrezas, de las precisiones, de un médico cirujano que podría andar en bicicleta desempeñando el oficio de mensajero, de peletero, de cubano pobre y necesitado.
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