La profecía de Brene


LA HABANA, Cuba, septiembre, 173.203.82.38 -Por estos días se cumple el aniversario 50 de la primera puesta en escena de la obra de teatro Santa Camila de La Habana Vieja, con su mítico personaje que todavía tiene mucho que decirnos. Recuerdo a su autor, José R. Brene (1927-1990)-, sentado en uno de los bancos del jardín de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, en el Vedado. Era un hombre silencioso y serio. Entonces andaba cerca de los cuarenta años de edad, pero lucía mucho más viejo, tal vez porque lo acompañaba siempre una linda mulata, mucho más joven que él.
Brene parecía no ser feliz. Y estoy segura de que tuvo razones de sobra. Frente a los férreos parámetros del gobierno cubano con respecto a las religiones, su renombrada pieza teatral debe haberle ocasionado verdaderos dolores de cabeza.
Para crear a su Camila, se había inspirado en una joven santera del color del café con leche. Este personaje, en vez de creer en Fidel Castro, o en su hermano Raúl, o en Che Guevara, profesaba una profunda devoción por Changó, Ochún, Yemayá, y también por Ñico, su pareja estable, el chulo del barrio que comía sin trabajar, porque era el gran amor de su vida.
Para colmo, Camila era “cuentapropista”, extraño calificativo endilgado más tarde por el régimen a todo aquel que no depende laboralmente de sus limosnas. Camila se buscaba los pesos sin salir de la casa, tirando los caracoles a sus clientes.
La obra fue un gran éxito entre el público habanero, identificado plenamente con el obsesivo amor de Camila por su hombre y con su fe inquebrantable en las deidades afrocubanas.
Pero José R. Brene jamás obtuvo premios literarios con su Santa Camila de La Habana Vieja, ni buena acogida en los organismos culturales. Quienes lo conocimos, sabíamos que nunca se sintió recompensado. Todo lo contrario.
Sentado en una butaca de la última fila del teatro, estaba consciente de que agentes de la policía política del gobierno asistían a las funciones de su obra sólo para observar, con el ceño fruncido, cómo los espectadores se mostraban eufóricos ante aquel homenaje a la religión afrocubana y, sobre todo, con el final de la obra, cuando Camila no deja de creer en sus santos, pese al ofrecimiento de Ñico, quien le propone una vida mejor, según la propaganda política.
Santa Camila de la Habana Vieja fue un canto a uno de los cultos más arraigados de la población cubana, destinado a sobrevivir por encima de la intolerancia del régimen de Fidel Castro, tal como había sobrevivido ya a la censura y a la persecución de las autoridades coloniales españolas.
Durante décadas, el régimen comunista persiguió la práctica de estos credos, y de todas las religiones, obligando al pueblo a hacerlo de forma tan oculta que nos dio la impresión de que terminarían extinguiéndose. Para nada importaba a los dictadores que se tratara de auténticas manifestaciones culturales de un país mestizo, cuyas bases fueron traídas por los esclavos africanos, a finales del siglo XVIII, y heredadas a través de generaciones mediante la tradición oral.
Aunque, en 1985, Fidel Castro recibiera al rey de Ifé, jefe de los yorubas de Nigeria, vinculados históricamente con nuestra santería, no fue hasta 1992 (a los 33 años de gobierno revolucionario) que admitió por vez primera, como afiliados de su partido, a personas religiosas, y se aceptaron por fin los cultos sincréticos. Y sólo en 1997 permitió el dictador que los cubanos celebraran la Navidad, algo que nos había prohibido desde 1968.
Incluso hoy, el cubano continúa siendo un régimen totalitario que restringe o controla la libertad religiosa, sin que al gobierno parezca importarle que, según cálculos conservadores, más de 70% de la población es devota o simpatizante confesa de las religiones de origen yoruba.
Hace poco escuché en boca de un escritor la profecía que José R. Brene pudo haber lanzado desde el más allá: Por las calles del país y bajo el ceño fruncido del régimen, andarán cientos de miles de Camilas, jóvenes y vestidas de blanco, porque el fracasado modelo de la revolución no ha sido capaz de multiplicar los panes y los peces en beneficio de todos.