LA HABANA, Cuba. – Debe ser bueno elegir en serio, debe ser emotivo elegir de verdad, y en otras circunstancias, sin mentiritas, sin retruécanos. El tema de la elección es extremadamente interesante, pero también complejo, quizá porque los matemáticos desde hace mucho metieron la mano en el asunto y crearon modelos, y hasta un tal Zermelo se puso a hacer aportes, y luego Russell, siempre útil con sus aportaciones, pero para mí la elección sigue siendo algo más simple, algo muy simple.
Yo, desde niño, tuve cierta disposición para hacer distingos y elegir, para encontrar las diferencias entre las cosas, incluso cuando eran parecidas, al menos eso decían mis mayores. De niño me encantaba hacer relatoría de las diferencias. Siempre adoré hacer mis propias elecciones, distinguir, por ejemplo, el helado que tomaría y que, confieso, entonces distinguía por sus colores y no por los sabores.
Cuando pude elegir distinguí a la fresa por encima del chocolate y de la vainilla. Quizá elegir sabores y colores fue mi primer ejercicio de democracia, aun cuando el cúmulo de opciones fuera breve, aunque fuera brevísimo. Sin dudas mi primera elección tuvo que ver más con los colores. Ni siquiera hablaba, pero un insistente gorjeo y el índice de la mano derecha bastaron para que me hiciera entender, para hacer notar la elección de la fresa por encima del chocolate, y otras cosas.
En esos tiempos yo usaba el dedo índice de mi manito derecha para hacer elecciones, mientras que el llanto, la perreta enorme, demostraban que algo andaba mal, que no me interesaba en ninguna de las otras posibilidades de elección que me proponían mis padres o algún pariente. El llanto y el movimiento de la cabeza hacia ambos lados eran entonces señales de desconcierto, una muestra de desaprobación. El llanto era mi manera de poner en evidencia lo que podría ser para mí lo relegado, el desbarajuste y el caos.
Con mi perreta hacía evidente mi negativa a escoger entre las opciones que me proponían. Mi perreta era la evidencia de que no me gustaba ninguno de aquellos juguetes, ninguno de aquellos sabores. Así ejercí, desde mi temprana infancia, mi derecho a la perreta, que luego fue ganando otras maneras, un poco más sosegadas, pero igual de intensas que aquellas de la temprana infancia. ¿Y no es eso democracia y elección?
Fue así que reconocí mi derecho a la perreta, mi derecho a elegir. Y ese derecho luego ganaría otras expresiones, otras formas, siempre intensas, como esta que ahora ejerzo. Y es que mostrar mi desconcierto con la manera de elegir es no aceptar el “papel pautado”, que así llaman los editores a ese papel que, en el mundo de la edición de libros y de la prensa escrita, nos advertía las pautas, esos modelos o falsillas que no se pueden desatender, que son obligatorios.
Y así de falsillas son las elecciones en Cuba. Las elecciones en Cuba son un papel pautado, un papel con márgenes muy precisos, y con rayas, con líneas que guiarán la escritura, sobre todo para que esa escritura, e incluso la caligrafía, no abandonen la línea, la linealidad. Un papel pautado es ese en el que se escribe el discurso desde días antes de conocer los resultados de la elección de un presidente pautado, que tiene entre sus pautas el vasallaje y la subordinación sin límites; al menos en Cuba es de esa manera.
Las elecciones de acá son un caos, y de esos desbarajustes salen estas líneas, quizá caóticas. Las elecciones en Cuba se fundan en un concepto incomprensible y sobre todo falso, de legalidad y justicia, de una “justicia” que no consigue otra cosa que no sea obstaculizar la verdadera democracia, la verdadera justicia, y que entorpece también nuestro derecho al movimiento hacia lo que desde hace mucho suponemos que resulta mejor.
Y la verdad es que elegir no es tan complicado, lo malo es que en Cuba son muy pocas las opciones. ¿No son nulas? En Cuba hemos llegado a la conclusión de que nuestra única posibilidad de elección está en decidirse entre la fresa o el chocolate, pero Coppelia casi siempre está cerrado por falta de leche y de cualquier otro componente del helado, o por reparaciones, así que la decisión más sustanciosa, la más persistente, es esa que se funda entre quedarse o irse del país.
Debe ser por eso que no prestamos mucha atención a las elecciones de candidatos y diputados, y mucho menos a la supuesta elección del presidente, sobre todo porque ya sabemos los resultados de antemano, sobre todo porque ya sabemos que Díaz-Canel ―no existía otra opción― ya tendría escrito su “discurso de agradecimiento”, mucho antes de que los diputados pusieran su boleta en la urna, porque toda la información que tenemos de los posibles presidentes se resumen a su fecha de nacimiento, los estudios realizados y las organizaciones políticas a las que pertenecen.
Las falsas elecciones se concretaron hace solo unos días pero ya nadie habla del asunto, a ningún cubano le importa, porque nada de esencial tienen esas elecciones, nada de nuevo tienen, porque lo esencial, para nosotros, no es como dijera Antoine de Saint-Exupéry. En Cuba, los de a pie sí queremos que lo esencial sea visible para los ojos, pero pocos se atreven a dudar de esa uniformidad, y a enfrentarla.
En Cuba lo esencial, lo cardinal, está más bien en las elecciones secuestradas, en las libertades desaparecidas. En Cuba lo esencial está en la mesa vacía y en la cabeza llena de congojas. En Cuba lo esencial es que, con cualquier presidente, que a dedo se ponga, los nacionales seguirán soñando con el viaje y el exilio. ¿Existe acaso una mejor muestra de desaprobación que las tantísimas escapadas y los riesgos que arrastran esas escapadas? ¿Eso no es un NO? No debían contabilizarse las escapadas como votos en contra, como si fueran NO.
Las “elecciones” pasaron hace ya unos días, pero yo las he seguido pensando, y lo que me resulta peor es que siempre que las recuerdo me vienen a la cabeza Petronio y El Satiricón, y sus ambigüedades me hacen recordar a los sátiros, a esos deshonestos libertinos y, para ser redundante, degenerados.
Sátiros son los diputados y sus jefes, esos que miran la realidad con desgano y de soslayo, de manera idéntica a la que miran los márgenes en los que vivimos la inmensa mayoría de los cubanos. Sátiros son los diputados que miran con el rabo de sus ojos el desarraigo de los jóvenes, la mayoría empeñados en la marginalidad o el exilio. La Asamblea Nacional es un monumento funerario, una piedra en el zapato, una piedra en un cementerio del Oriente del país.
Las “elecciones” terminaron hace unos días y el país, como el cuartico de la canción, está igualito. Las “elecciones”, esas de las que ya no se habla, terminaron, y nosotros seguimos siendo, al menos para el Gobierno, solo un elemento que, dividiéndose, se fragmentara en más de lo mismo, y el más de lo mismo, en más de lo mismo, en una sílaba del poder, en una nota del himno nacional, en una palabra, en una sílaba, en un cero a la izquierda. Eso sucederá a la gran mayoría, incluso a esos miembros de la gran mayoría que le dieron al poder un voto de confianza, en lugar del boto. La Asamblea es un hueco, un nicho, un sepulcro para nosotros ¿los vivos?