Diciembre 18, 2001
Dormir con un ojo abierto
Víctor M. Domínguez, Lux Info Press
LA HABANA, diciembre (www.cubanet.org) - No fue Kate con sus enaguas de
vientos repartiendo desastres por las playas del norte de Ciudad La Habana. Ni
Lilly, la del centro colosal, decidida a envolver entre sus aguas a la ciudad de
Cienfuegos. Tampoco la sádica Michelle, que taconeó incesantemente
sobre la Ciénaga de Zapata y abrió sus brazos de lluvia en el
candor de la isla. Ninguna de las tres doncellas-huracanes logró quitar
el sueño a Ricardo Guerra Sánchez.
Fue un temblor. Un pequeño sismo que, como un enamorado, llegó
en febrero de 1992 a Manzanillo, y en lugar de flores dejó pesares entre
los moradores de la vivienda marcada con el número 382 de la calle
Perucho Figueredo, esquina a Libertad, junto al Golfo de Guacanayabo.
Fue un sismo de menor intensidad para las autoridades. Decisivo en la vida
de Ricardo y su anciana madre, que desde aquella vez duermen con un ojo abierto
y el otro cerrado.
Diez años de búsqueda infructuosa, de ruegos, pesadillas y
acusaciones contra los responsables del olvido. Siempre con la casa a cuestas
como el caracol.
A Ricardo, para "evitar demoras" en la reconstrucción de su
hogar, el personal autorizado en el territorio le propuso venderle los
materiales para que él realizara el trabajo con esfuerzo propio.
Para ello -según expresa la carta enviada por el afectado al
semanario La Demajagua, órgano informativo de la provincia Granma- se le
descontarían 1,433 pesos y 22 centavos de la chequera número
52770.
Pagada en febrero de 2000 la última mensualidad de la deuda contraída
por el suministro de 600 bloques, cinco metros de gravilla, 80 kilogramos de
alambrón, 20 de alambres de amarrar y 40 bolsas de cemento, sólo
ha recibido hasta el presente la mitad del último material.
¿Dónde está el alambrón? ¿Por qué
sitio deambulan los bloques? ¿En qué lugar ocultan la gravilla y las
bolsas de cemento? ¿Será en la remodelación o nuevas
construcciones para los turistas extranjeros?
¿Y la población?, indagan algunos con ironía. En los periódicos,
en los noticieros televisivos, en la construcción de tribunas, en la
siembra de arroz, en el corte de caña, en el aplauso unánime a los
logros y eficiencia de la política gubernamental que jamás la
abandona a su suerte.
Ricardo Guerra Sánchez ya no tiene pies para caminar detrás de
los suministradores, ya no tiene voz para expresarse, ya no le queda neurona que
le estalle de ira ante la indolencia de las autoridades.
Diez años aguardando por materiales de construcción que no
aparecen en la isla de las soluciones. Sólo promesas, evasivas, peloteo,
mañana sí... en fin, vaselina, como se dice en buen cubano.
Porque no había cámaras de televisión, dicen muchos. Ni
tampoco altos dirigentes, expresan otros. Y las reservas del Estado -apunta
alguien- si no se pierden en el camino, llegan a buchitos, sin calidad, para
salir del paso hasta que llegue otro desastre.
En el mejor de los casos, comentan todos, los dejan para Ciudad La Habana,
donde caen más edificios que granizos en una tempestad. Aunque cuando
ocurre un derrumbe envían a los damnificados fuera de la ciudad a
campamentos ubicados en Párraga, Wajay, Vieja Linda y otros sitios
alejados del Capitolio, Coppelia y La Catedral. Jamás regresan a su lugar
de origen.
Mañana puede ser Aurora, Beatriz o Jaquelín, quienes desanden
con sus furias el cuerpo adolorido de un país que ha metabolizado
infinitas desgracias. Ojalá y nunca lleguen. Pero si lo hacen ya no serán
sorprendidos, dice Ricardo y los miles que como él viven en la provincia
con el 60 por ciento de las 232 mil y pico de viviendas en regular o mal estado.
Porque ellos saben que cada año pasan a la categoría de malas,
listas para el derrumbe ante cualquier fenómeno natural, 1,900 viviendas;
mientras el plan de recuperación, cuando se cumple, anda por las 3,500. Y
están alertas.
Ahora viven con los dos ojos abiertos. Uno para evitar ser atrapados por los
desastres naturales, y el otro para combatir los desastres políticos que
mantienen a miles de ciudadanos a punto de dormir a la intemperie. O en el peor
de los casos, definitivamente bajo los escombros.
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