‘En la cima del mundo’: La cerca de Edilberto Oropesa

Tres décadas después, la fuga de Edilberto Oropesa sigue siendo la más espectacular de un deportista de la Isla en eventos internacionales
Edilberto Oropesa, Cuba, estadio, fuga
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LA HABANA, Cuba.- Cuando Edilberto Oropesa trepó como un gato a lo más alto de una cerca del Estadio Sal Maglie en Nueva York, por su cabeza debió pasar algo parecido al “Made it Ma! Top of the World!” de James Cagney en el clásico White Heat. Da lo mismo si había visto la película. Para un hombre agobiado como él, aquella cerca de casi cuatro metros representaba el último obstáculo en el camino del gran sueño. Había que vencerlo a cualquier costo porque del otro lado, llena de promesas, lo esperaba su segunda, su nueva, su verdadera vida.

Eso fue el 10 de julio de 1993, poco antes del juego entre Cuba y Corea del Sur correspondiente al torneo beisbolero de las Universiadas de Búfalo. Tres décadas después, la suya sigue siendo la fuga más espectacular de un deportista de la Isla en eventos internacionales.

Pitcher zurdo de 21 años, Oropesa había desembarcado en el torneo con el único propósito de abandonar la delegación y afincarse en Estados Unidos. Para alcanzarlo tuvo que pagar varios peajes en las carreteras del calvario: conseguir una plaza en el roster de la escuadra, agenciarse la confianza del riguroso entorno del team Cuba, superar inconvenientes físicos, batirse con la incertidumbre más terrible y, finalmente, escalar su particular Muro de Berlín ante la atónita mirada de fanáticos, peloteros, técnicos y árbitros.

“Está bueno ya de soportar la pinga esta”, se dijo y empezó a subir la cerca. Una vez arriba, miró a su alrededor y profirió un “bye-bye” que sonó a “Top of the World!”.

Después saltó.

Recuerdo que fue un compañero mío en la Universidad de Matanzas, Luis Arce, el que me dio la noticia de que me habían puesto en la preselección para los Juegos Universitarios. Yo había estado bien en la Serie Nacional y por fin me llegaba la oportunidad de salir de Cuba. Te lo juro, cuando se iniciaron los entrenamientos lo único que pasaba por mi mente era hacer el equipo para desertar. Pero faltando una semana para la salida, mi esposa me dijo que estaba embarazada. Imagínate, era pleno Período Especial y ella quería aprovechar el viaje para que le trajera la canastilla y otras cosas para el niño: ahí mismo me entraron las dudas de si debía quedarme o no. Lo que pasa es que cuando supe lo poquito que podría comprar con los 75 dólares de dieta que dieron, decidí que no había más opción. Y si algo sobró fueron tensiones. No se me olvida que cinco días antes de partir, estando ya en La Habana, nos enteramos de que el equipo tenía un hombre menos porque a Jorge Luis Toca le habían dado baja por rumores de que era posible desertor. Se comentó que habían llamado a Villa Clara y alguien informó que él se reunía con elementos antisociales, y en ese momento el mundo se me vino abajo. No podía dejar de pensar que me iban a sacar a mí también si llamaban a mi pueblo del Central España en Perico y se enteraban de que mis padres eran “gusanos” y yo podía quedarme. Pero tuve la suerte de que el señor que llamaron dijo que yo era un muchacho tranquilo que solo pensaba en jugar pelota. Eso me salvó.

Oropesa debutó muy joven en Series Nacionales. Vestía la casaca de Citricultores y el descontrol lo convirtió en carne de cañón en un béisbol donde el aluminio imponía la ley y el orden. Sin embargo, poco a poco fue adquiriendo dominio de la zona hasta rebajar su media de boletos por encuentro de 9.3 hasta 3.7. Así, en 1992-1993 dejó efectividad de 3.07 con Matanzas y se ganó un espacio en la prenómina para los Juegos Universitarios.

Era justo la ocasión que él aguardaba. Se sumó a la preparación decidido a echar el alma por la plaza, pero entonces el destino le puso una zancadilla inesperada: un día, al amanecer, fue incapaz de levantarse de la cama. No tenía ni idea de lo que le pasaba, y el terror a quedar fuera del equipo se le metió en el cuerpo como un demonio inexorable.

Al principio se pensó en el beriberi, enfermedad asociada al déficit de vitamina B1 que campaba por sus fueros en aquellos años duros. No obstante, más tarde se supo que Oropesa había sido presa de los nervios.

Sí, los nervios. El estrés del que puede perder el avión hacia la vida.

Oropesa con el uniforme de Citricultores. (Foto: Cortesía)

Estaba hecho polvo. El infielder Alexander Ramos me ayudaba a ir al baño, a caminar, me traía la comida… En ese entonces topábamos con el Cuba Juvenil y me informaron que me preparara para lanzar tres innings, que si no podía pitchear me llevarían al Hospital Ameijeiras para hacerme pruebas y si daba positivo al beriberi no hacía el equipo. Tiré dos entradas con un esfuerzo increíble y después no podía más. Me pidieron que lanzara otra y respondí que no, que no hacía falta, que me sentía bien para ir al evento. No se me olvida que en el aeropuerto los demás jugadores celebraban como locos y yo me pasé el tiempo sentado sin formar parte de la fiesta porque apenas podía caminar. Pero bueno, gracias a Dios se me dio el viaje. Después de mucho sufrimiento, se me dio. Y estoy seguro que se sospechó bastante de mí. Fíjate que mandaron a un pelotero que trabajaba para ellos a sacarme información. El tipo, sin ton ni son, me llamó aparte mientras veíamos un juego y me soltó “Oropesa, se está comentando que tú vas a quedarte”, y yo le contesté “compadre, ¿tú estás loco? Mi interés es viajar y traer cosas”. Supongo que de ahí salió para las oficinas de los jefes a decirles que yo solo quería pacotilla. Hay hasta una anécdota que cuenta que el difunto José Miguel Pineda —que inicialmente iba a ser el director y luego fue sustituido por Pedro Jova— entró a la Comisión Nacional y dijo que “los dos blanquitos esos se van a quedar: el shortstop (Reynaldo Ordóñez) y el zurdito pitcher (yo)”. Y así mismo fue.   

El plan de Oropesa consistía en abandonar el grupo durante la escala en Miami, donde esperaba encontrarse con su tía y su primo. Sin embargo, todo se vino abajo cuando el equipo salió directo a Inmigración y abordó de inmediato otra aeronave con dirección a Búfalo.

Pésimo presagio. Quedaba la opción de llamar a la familia desde Nueva York, pero ahí entraba en escena otro problema: el guajirito del Central España no sabía valerse del teléfono, artefacto que solo había empleado tres o cuatro veces en su vida.

Hacían falta soluciones de emergencia. Como se hospedaban en una universidad, Oropesa determinó pararse junto a un teléfono público para requerir la ayuda de algún samaritano. Bingo: en eso pasó su compañero Yobal Dueñas. Él le dijo que necesitaba hablar con un pariente de Miami para pedirle dinero y al instante tenía a su primo del otro lado de la línea.

¿Estás seguro de que vas a quedarte?

Sisisí.

Nos vemos en Búfalo.

Esas fueron las únicas palabras que cruzaron. Dos días después, Oropesa hacía bullpen en medio del primer juego del torneo cuando divisó un rostro conocido. Fue hasta él. Se saludaron. Su primo le explicó que tras el partido seguiría la guagua del equipo y la rebasaría varias veces para que se aprendiera el modelo, el color y la chapa del auto. “Después de eso sales de donde te alojas y buscas el carro. ¿Está bien?”.    

Ni siquiera le dio tiempo a responder. Varios jugadores del equipo cubano se acercaban con paso apresurado, indagando detalles de la conversación. “No sé quién es”, les dijo sin pensárselo dos veces. “Estaba tratando de que me regalara algo”.

Su frialdad evitó males mayores. Al término del choque, el Ford azul donde viajaban su primo y dos tíos pasó en más de una ocasión junto a la guagua del team Cuba. Todo marchaba según lo planificado.

Nada más que llegamos, entré a mi habitación, me puse short, pulóver y tenis y salí a buscar el carro. Fue un momento difícil, con los nervios de punta. Era la primera vez que viajaba y me metí como dos horas buscando ese auto. Jamás lo encontré. Llegué a estar medio perdido, pasé por un cementerio o algo que se le parecía mucho, y al final tuve que regresar adonde estaba el equipo. Me sentía decepcionado y molesto. Entré con la mirada en el piso, de pronto oigo “¡Oropesa!” y al levantar la vista vi al jefe de los agentes de Seguridad del Estado que viajaron con nosotros. Ahí sí que me asusté muchísimo. Él preguntó que dónde había ido hasta esas horas, y gracias a Dios me vino a la mente decirle que yo nunca había tomado Coca-Cola y que había salido a hacerlo. Y creo que lo convencí, porque lo único que dijo fue “acuéstate, que mañana hay que levantarse temprano”.

Esa noche no concilió el sueño. Lo aterraba la idea de que sus familiares pensaran que se había arrepentido de quedarse y regresaran a Miami. La desesperación iba ganando terreno en su cabeza, y al otro día partió rumbo al estadio decidido a jugar su última carta. Eso sí, aún no sabía cómo ni en qué momento dar el paso. Su suerte estaba en manos de la improvisación.

El partido de Cuba sería contra una Sudcorea liderada por el posteriormente famoso Chan Ho Park. Faltaba media hora para empezar el choque, y el inicialista Roberto Colina le comentó que había unos parientes que lo querían ver. “Coño, Tanque, no le digas esto a nadie”, le pidió Oropesa y fue al encuentro de los suyos.

La hora había llegado.

Yo me acuerdo como si fuera ahora que estaba en chancletas con el uniforme blanco puesto y salí a hablar con mi primo por la cerca ubicada atrás de home. Le pregunté qué había pasado que no pude dar con el carro y me explicó que habían cerrado el paso en las calles. Medidas antiterroristas vinculadas con el evento, dijo. Entonces me fue a hablar de lo que íbamos a hacer y lo corté. “Necesito quedarme ya”. “Espera un poquito, Eddy. Después del juego yo voy a formar una bronca y tú aprovechas para meterte en el carro…” “No, primo. Yo no voy a esperar las tres horas de un juego de pelota. Me tengo que quedar ahora mismo”. Los peloteros del team Cuba empezaban a acercarse y en ese momento me llegó el estrés al cielo. “Voy a brincar la cerca esta”, le dije. Me quité las chancletas y me puse a subir mientras oía a gente que gritaba “Oropesa, ¿tú te volviste loco?” y “oye, ¿adónde tú vas?”. Cuantas más cosas decían más me desesperaba y más hacía por llegar rápido arriba. Recuerdo que ya en la punta de la cerca, lo único que atiné a decir fue “bye-bye”. Al fondo mi primo gritaba “asilo político, asilo político”, y yo me tiré y corrí a buscar el carro. Me sentía tan nervioso que me iba a meter por la puerta del chofer…

Del terreno a Nueva Jersey, y de Nueva Jersey a Florida. Así cierra la historia del escape de Edilberto Oropesa, quien después coronó su carrera en los montículos de las Grandes Ligas.

Treinta años después, en el diamante y los alrededores del Estadio Sal Maglie todavía parece escucharse una voz que repite “en la cima del mundo”, “en la cima del mundo”, “en la cima”…

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