LA HABANA, Cuba. – Los cubanos siempre tuvimos fama ―y presumíamos de ello― de ser simpáticos, amistosos, nobles, generosos, hospitalarios. Si es cierto que lo fuimos, cada vez lo vamos siendo menos. Los rigores de la vida cotidiana bajo el inepto y fracasado régimen de la continuidad castrista nos han cambiado para mal.
Aunque nos pese admitirlo, notamos que, en mayor o menor medida, vencidos por las desfavorables circunstancias, nos hemos convertido en seres huraños, amargados, groseros, desconsiderados, mentirosos, oportunistas, cínicos, calculadores, interesados, ventajistas, propensos a la violencia.
La aguda crisis de los últimos dos años, provocada por el mayúsculo fracaso del reordenamiento económico implementado en plena pandemia, parece habernos sacado de adentro los peores rasgos: la ambición, la hipocresía, el egoísmo, la envidia, la maledicencia, el rencor, la agresividad.
Para constatarlo, basta presenciar el comportamiento de las personas en una cola para comprar comida o montarse en una guagua abarrotada que demoró más de una hora en llegar. Hay que ver cómo las personas, sin muchos miramientos, se empujan, dicen palabrotas, se insultan y, a menudo, se van a las manos.
¡Y todavía el discurso oficial habla de solidaridad y convoca a “pensar como país”!
En Cuba, cada vez son menos las personas honestas. Los vendedores, sean de la tienda, la panadería, el agromercado, o los que pregonan su mercancía por la calle, como si los precios no fueran ya excesivamente altos, buscan el modo de robarte unos pesos de más. No importa que los productos que venden sean cada vez de menos calidad.
Se ha hecho habitual entre los vendedores, para incrementar aún más sus ganancias, alterar las pesas y adulterar los productos echando más agua a la leche, el yogurt o el ron, o ligando la salsa de tomate con remolacha y calabaza. En todas partes de Cuba hacen las pizzas más pequeñas y con menos queso, y los dulces y jugos con menos azúcar. Mezclan el café, en práctica aprendida del Estado, con mayor cantidad de chícharo; y elaboran croquetas y picadillos de sabrá Dios qué.
Hay que tener cuidado al escoger un plomero o albañil para que te haga un trabajo en la casa. Siempre cobran muy caro, y pocas veces queda bien su trabajo. Por lo general son improvisados que no conocen bien el oficio, o chapuceros que están apurados por terminar como sea, cobrar e irse.
Conozco una familia que para resolver una tupición en el baño tuvo que emplear a tres plomeros diferentes, con sus respectivos ayudantes. Entre tuberías, piezas, cemento, arena y mano de obra, invirtió más de 50 000 pesos. Aun así, el problema no se resolvió del todo: el baño quedó con la mitad del piso destrozado y el inodoro traga, pero el excremento corre hacia la calle, a la espera de que un día de estos venga Aguas de La Habana y conecte la línea con el desagüe de los residuos albañales.
Con los inspectores, o cuando es necesario realizar algún trámite legal, hay que resignarse a la idea de que, en la mayoría de los casos, tendrás que sobornarlos y te extorsionarán. Si logras cierta prosperidad, debes cuidarte de que no la perciban los vecinos porque les molestará y despertará su envidia; se convertirán en tus enemigos y si no pueden sacar algún beneficio de ti, te harán la vida imposible con sus chismes, o te denunciarán a la Policía en cuanto cometas la menor infracción.
Varios cubanos que residen en el exterior y han venido a visitar a sus familias refieren haberse sentido continuamente acechados por gente demasiado obsequiosa y autocompasiva que busca el modo de aprovecharse de ellos y sacarles dinero, o regalos.
Si usted es un turista, nunca se fíe de los choferes de alquiler, ni de la autenticidad de los habanos que le proponen; mucho menos de las muchachas o los muchachos que dicen estar locos de amor por usted, sin importarles que casi les doble su edad.
En Cuba estamos en medio de un torneo de pillos, timadores y estafadores que proliferan a diario y nos hacen estar en constante alerta para no ser víctimas de sus marañas. Especial cuidado hay que tener con los carteristas en el transporte público para que no te saquen del bolsillo o el bolso el dinero, el celular o cualquier cosa de valor. ¡Y para qué hablar de los robos en las casas o los asaltos en la calle!
Vivir así, dando por perdidas la decencia y el decoro, es triste y deprimente. Aunque para nada nos consuele, todo lo contrario, estamos a punto de tener que aceptar como cierto el axioma de que en un medio donde se lucha a brazo partido por la subsistencia, es muy difícil que abunden las buenas personas.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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