Capablanca de Cuba y de las damas

A Capablanca la vida no solo le dio capacidad de cálculo, memoria fotográfica y una brutal autoconfianza, sino también un raro magnetismo para atrapar al sexo opuesto
Capablanca, dama, ajedrez
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LA HABANA, Cuba.- —Mamá, ¿cuál es Capablanca?

—Aquel del sobretodo. El hombre más atractivo de la sala.

José Raúl Capablanca juega en el Manhattan Chess Club, su refugio favorito desde los viejos tiempos de estudiante en la Universidad de Columbia. Allí se ha ganado la categoría de leyenda, y allí sufrirá dentro de cinco años el derrame cerebral que le quitará la vida en marzo de 1942. Pero hoy, más allá de una tos leve, la salud le acompaña y ha ganado tres partidas rápidas.

Ahora batalla contra un rubio de pelo ensortijado, mas su mirada está distante del tablero. Siempre friolento, el genio se frota las manos mientras clava sus ojos en la mujer que habla con su hija adolescente, y su intuición extraordinaria le sugiere que la charla es sobre él.

Eso le gusta. Capablanca es capaz de sacrificar todas las damas del ajedrez por una dama real, de carne y hueso, y de esa guisa ha hecho del ajedrez un hobby y del sexo una obsesión: de poder invertir ese estado de cosas habría sido —y de lejos— el mejor trebejista de todas las épocas. Por eso se dejó ganar —como aseguran sus biógrafos— en 11 movimientos por aquella americana, Mary Bain, y por eso acudió a una partida vestido de tenista para de ahí partir hacia una cancha a rivalizar con una chica.

El punto es que la vida no solo le dio capacidad de cálculo, memoria fotográfica y una brutal autoconfianza, sino también un raro magnetismo para atrapar al sexo opuesto. Algo de Casanova habita en él, y no son pocas las veces que el amor por las mujeres ha torcido su desenvolvimiento en un torneo. “Cuando veo a una mujer hermosa —confiesa sin tapujos— empiezo a odiar el ajedrez”.

Así le sucedió en San Petersburgo 1914, cuando pasó directamente de la alcoba de la señora del Gran Duque a sentarse delante del gran Siegbert Tarrasch. O en Karlsbad 1929, ocasión en que perdió un cotejo clave al recibir la inesperada visita de su esposa mientras su amante lo esperaba en el hotel.

Capablanca no fue un loco atormentado como Fischer o Morphy, ni un bebedor impenitente como Tal. Su pasión se limitaba a las mujeres, amparado en el talento inusitado que trajo a la vida y en un encanto físico que lo tuvo entre los hombres más guapos del mundo junto a Ramón Novarro y Rodolfo Valentino.

Siempre supo explotar esa faceta, y he aquí que en este instante lucha por impresionar a la mujer acompañada de la niña. La observa con la sutileza del descaro, vuelve la vista hacia el tablero, juega y la mira nuevamente. El salón está repleto de personas con 145 pulsaciones por minuto; Capablanca debe andar por 180, y la presión no deriva precisamente del contrario de turno.

Le cuesta refrenarse. Ni siquiera lo hizo años atrás con la corona universal en juego, porque las bailarinas bonaerenses lo enloquecieron en la previa a su fatal enfrentamiento con Alekhine. Una chica local, cuentan las lenguas informadas, bailó tango tras tango con él en la noche que antecedió al cotejo decisivo.

Es lo que hay. Al cubano le gusta más la buena mesa que la teoría de aperturas, y sus gestos despiden un glamour que lo asemeja más a un bon vivant que a uno de esos atribulados personajes del tablero. Goza del don de gentes, rezuma simpatía y las mujeres se le asoman en racimos.

—Hola. ¿Cómo te llamas?

El duelo con el rubio de los rizos terminó como debía terminar, y Capablanca no ha demorado en acercarse a la mujer. Ella, nerviosa hasta el delirio, se limita a decir “Helen”, toma la mano de su hija y se despide con una sonrisita a media asta.

El maestro le ruega “no te vayas”, pero la retirada ya es un hecho. Desde sus ojos admirados y admirables, Capablanca la ve cómo se aleja al mismo tiempo que su ánimo se nubla.

Luego entra nuevamente al club, y pierde.

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