LA HABANA, Cuba.- Finalmente pude ver Santa y Andrés, la película cubana del realizador Carlos Lechuga, gracias al Paquete Semanal, ese que recibimos en los hogares y que preparan manos desconocidas que burlan el férreo bloqueo —no escribo de ese embargo del que Cuba acusa a los Estados Unidos, me refiero al aislamiento que instrumenta la dictadura de los Castro para sumir en la inconsciencia a todos los habitantes del archipiélago, a quienes impide cualquier noticia que no sea producida por ellos mismos, o el arte que antes no pasa por su filtros de censura—.
A pesar de que la película fuera premiada, en el Festival de Cine de La Habana, como guion inédito, luego de filmada, el público al que estuviera dirigida no pudo verla en la pantalla de sus ya pocos cines. Por meses estuve esperando este momento, por meses quise enfrentar un tema que tanto nos concierne a los cubanos, y muy especialmente a los escritores y artistas.
Ya había escuchado de la visita que le hiciera a su casa el Ministro de Cultura Abel Prieto, para “aconsejarle”, en el más salvaje de los cinismos, que guardara su película, para que la mantuviera en el más extremo secreto, porque exhibirla por su cuenta podría dañarlo, y mucho. De esa manera mostraba su irrespeto, el ahora comisario de la cultura, hacia el joven realizador, incluso hacia la madre del artista, una figura muy conocida en el mundo de la edición literaria. Acosarlo, ultrajarlo, atemorizarlo, es el mejor ejemplo de que si cambió en algo el régimen, fue únicamente en sus métodos, porque la censura es la idéntica.
Y el joven Lechuga ha querido desconocer lo que realmente sucede con él, y más que con él, con su obra, con esa propuesta cinematográfica que relata también lo que ahora él está padeciendo.
Lechuga decidió, quizá por su bien, alejar las declaraciones, las exigencias al poder, e incluso ha puesto distancia con realizadores de su generación. Lechuga ha estado salvando su pellejo.
Lechuga prefirió mantenerse al margen para no ser tildado de “contrarrevolucionario”. Supongo que su madre le estuvo contando de esos horrores que es capaz de cometer la dictadura, y de ahí, quizá de ahí mismo, vino antes su interés en escribir y dirigir la película.
Esa es la gran ironía de esta película: a Carlos Lechuga le ocurrió ahora lo mismo que a aquel escritor que nos presenta su cinta. Aquel, el de Santa y Andrés, tiene miedo y calla, y Carlos repite una y otra vez la misma escena en su propia vida. No sé si al menos cantara, susurrando, el himno, y de idéntica manera a como lo cantara el personaje que él expuso, y que creó la dictadura.
Ambos silencios son idénticos, y en algo parecidos los actos de repudio. ¿Será que Lechuga se quería hacer un homenaje a él mismo? No revelarse ante el miedo, callar mientras ultrajan su obra, esconderse en el silencio para intentar evitar la represalia del régimen…
Dos tiempos se ensamblan. Ficción y realidad se funden. Santa y Andrés viven a hurtadillas porque no han tenido un padre que los defienda. ¿Carlos Lechuga aprenderá la lección? ¿Seguirá haciendo concesiones en sus próximas obras? ¿Acaso aparecerá la próxima vez con una película bien alejada de la realidad y sin la profundidad de Santa y Andrés? ¿Será que irá a hacerle algún favor a la dictadura? Ahora Carlos tiene que superar dos cosas: su obra, y el miedo.