LA HABANA, Cuba. – El 19 de abril de 2013, hace 10 años, murió uno de los censores más voraces entre tantos que parió la Revolución Cubana: Alfredo Guevara, abogado y compañero de estudios del dictador Fidel Castro; un oscuro sujeto que desde el propio año 1959 se encargó de controlar la industria cinematográfica, poniéndola al servicio del nuevo orden político-ideológico.
Alfredo Guevara fundó el ICAIC y desde allí consagró una lealtad perruna al “máximo líder”. Detrás de la gran mentira de la sociedad más justa y humana, ensalzada por los medios de comunicación y los intelectuales de izquierda que se negaron a reconocer al gobierno de Castro por lo que realmente era, se esconde la verdadera naturaleza de quienes fueron mucho más dogmáticos y terribles de lo que se cree.
Dado a los caprichos y favoritismos, Guevara sostuvo, durante décadas, el derecho a decidir quién podía realizar una película con el respaldo del ICAIC y exhibirla en el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano ―que también fundó―; y quién tenía que salir a buscarse la vida por otros lares, sin importar cuán talentoso fuera. Bastaba con que algo le resultara incómodo en la obra o en la persona del realizador. A Guevara había que halagarlo, darle razón y caerle bien.
A decir del director Juan Carlos Cremata, pocas bondades tuvieron a Guevara detrás, pero una de ellas fue la posibilidad de ver interesantes ciclos de cine de autor, de excelente calidad y diversas nacionalidades. Del mismo modo, muy buenos materiales no se vieron en Cuba porque a él no le gustaban, y poco importaba si aquellas obras gozaban de una enorme fortuna crítica en la arena internacional. El “dueño” del ICAIC tuvo la pretensión de imponer un gusto en materia de cine.
Como buen censor, Alfredo Guevara se adjudicaba el derecho de afirmar que el cine cubano solo podía realizarse en Cuba, y hasta de desnacionalizar a ciertos cineastas que, por oponerse a la opresiva política cultural de la Revolución, habían sido barridos de la historia oficial de la cinematografía insular.
Mucho y bueno se hizo bajo su égida en el ICAIC, ciertamente; pero gran parte tuvo más que ver con la excelencia profesional de realizadores que lo superaban desde todo punto de vista, que con su buena voluntad para acoger proyectos que pudieran resultar “ambiguos” o “conflictivos” para los censores del Comité Central.
El ICAIC fue un pequeño reino para Alfredo Guevara, tal como lo fue Cuba entera para Fidel Castro. Allí ―según quienes le eran cercanos― vertía su despotismo a placer, inflaba presupuestos, “decomisaba” proyectos y les recordaba a los cineastas rebeldes quién mandaba.